7/10/2016

A LA MEMORIA DE VICTOR BARRIO.


No sé si eran las cinco de la tarde. Tampoco si un niño trajo una blanca sábana. También ignoro si había en Teruel una espuerta con cal ya preparada. Lo que sí sé, es que la muerte estaba allí presente. Cómo siempre. Al acecho. Con la guadaña preparada para segar una vida joven. Una vida repleta de ilusión por alcanzar un lugar de privilegio, y para ocupar un puesto relevante en el escalafón de matadores de toros.

Vestido de amaranto y oro, como Joselito en Talavera, Víctor Barrio partió plaza en Teruel soñando con la gloria y el triunfo. Consciente del ceremonial taurino, el matador conocía cual podía ser el precio de su sueño. El torero, el oficiante del rito, es el único que ofrenda su propia vida para tocar la gloria. Porque la tauromaquia es un coqueteo cotidiano con la muerte, tan cotidiano, que en ocasiones no creemos que la parca este al acecho.

El oficiante del rito pisaba el ara. El ruedo, el albero, la arena ese altar donde se juega la propia vida. El fin es enfrentarse al toro con el solo objeto de crear un arte efímero, con una materia viva como es un animal imprevisible. Una danza ritual de lucha, sangre y muerte, porque la descarnada siempre está presente, aunque parezca que no. Siempre está escondida y cuando menos se espera se hace presente en los punzantes pitones de un toro.

Bastó una inoportuna ráfaga de aire. El engaño voló y en muslo quedó a la vista del bruto. El torero cayó en la arena. El toro busco con saña su presa y hundió su pitón certeramente en el costado. El torero cayo inerte en la arena. Su rostro desencajado y su cuerpo desmadejado hacían prever que el drama, una vez más y sin ser esperado, se había cumplido. El torero pago con su vida el precio de la gloria. Una gloria que tal vez soñara muchas noches y que acariciaba cada vez que jugaba sus brazos moviendo percales y franelas. El toro le quitó la vida, pero el destino le ha premiado con una gloria eterna, no fugaz, ni efímera. Víctor Barrio alcanzó el Teruel el Olimpo definitivo de los héroes que visten de seda y oro.

Los lobos, sedientos de sangre y faltos de humanidad, salieron rápido de sus guaridas. Rabian como perros. Aquél que se alegra de la muerte de un ser humano no tiene ética, ni tampoco valores. Son seres miserables que no merecen ser llamados humanos. Anteponer la vida de un animal a la de una persona delata una moral vacía y hueca. Que rabien, que sigan rabiando, un torero es un héroe que oficia un rito milenario capaz de poner en juego su vida, ellos nada mas que escoria con una vida obscura y tenebrosa.


Víctor Barrio ya está en la gloria. Muchos le precedieron y muchos también le seguirán. La muerte continuará al acecho. La gloria eterna, también.

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