8/10/2020

ENTRAR EN LA HISTORIA DE AZUL MARINO Y ORO

 

José Cubero ‘Yiyo’ fue un torero salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda de Madrid y que encontró la muerte en la plaza de Colmenar Viejo una tarde de 1985

Agosto toca a su fin. Sus días han pasado para el mundo del toro fugazmente. Jornadas de ajetreo, de largos viajes, de pocas horas de descanso. Los toreros torean más que en ningún mes del año. Las fiestas se concentran en los días de estío. En España, la fiesta no se concibe sin toros. El rito ancestral se repite de forma mecánica todos los días. La misma liturgia, pero cada jornada con guion distinto. Unos días se toca la gloria. En otros, la tragedia. El triunfo y el dolor. Dos polos opuestos y a la vez tan complementarios en una fiesta que vive cada agosto su cenit anual.

Un coche vuelve de Calahorra a altas horas de la mañana. Es agosto de 1985. En él viaja un torero de prometedor futuro. Un valor en alza que busca su consolidación en el escalafón de primeras espadas. Es joven, son apenas veintiún años los que han pasado desde que vio la luz primera en Burdeos. Es José Cubero, al que apodan Yiyo. Un torero emergente salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda, de Madrid. A pesar de su bisoñez, ya ha saboreado las mieles del triunfo. Descerrajó la Puerta Grande de la Monumental de las Ventas en dos ocasiones y su toreo profundo, largo, dominador, de gran valor y no exento de arte, no pasaba desapercibido entre lo más exigente de la afición, así como para aquel espectador puntual que acude, buscando diversión en las fiestas, a los tendidos de la plazas de toros.

El día rompe tras el largo y agotador viaje. En la modesta casa de Canillejas, barrio obrero de Madrid, suena el teléfono. Es Tomás Redondo, apoderado del torero, que le comunica que esa tarde volverá a partir plaza en Colmenar Viejo. El contrato, las cosas del destino, ha llegado por la vía de la sustitución. Curro Romero, el Faraón, ha presentado dos partes médicos aduciendo una lesión cervical que le imposibilitan para cumplir el contrato firmado. El Yiyo se ilusiona con la corrida. Un triunfo a las puertas de Madrid puede suponer el aldabonazo definitivo y coger de una vez por todas la senda para tener en sus manos el cetro del torero.Es joven y vital. De hecho toma su flamante BMW blanco y conduce hasta la sastrería de toreros de Fermín. Allí, Manuel, maestro de la aguja taurina, le prueba un terno azul marino y oro. El mismo que vistió la aciaga tarde de Pozoblanco, donde Paquirri alcanzó la gloria y con el que dio muerte al toro asesino. Su fiel mozo de espadas, el recordado Juan Bellido Chocolate, envió el vestido a la sastrería para cambiar delanteros y puntos. Ha quedado como de estreno y Yiyo decide vestirlo esa tarde en Colmenar. El botones de la casa lo lleva hasta el vehículo donde viaja hasta su último destino.

El azul marino y oro está dispuesto en la silla de una fría habitación de un hotel de Miraflores de la Sierra. Llegada la hora. El fiel mozo de espadas viste al matador. El torero se siente a gusto con él. Llega feliz al patio de cuadrillas. Su juventud y vitalidad contrasta con el aplomo y seriedad de sus compañeros. Uno, Antoñete, el viejo maestro que vive una segunda juventud. Otro, José Luis Palomar, espada soriano, de seco valor y tauromaquia serena. Los tres hacen el paseo. En chiqueros, seis toros de Marcos Nuñez para alcanzar la gloria y el triunfo.

La corrida transcurre con normalidad. Antoñete lució con su primero, con el que dio la vuelta al ruedo. Su segundo no sirvió. Todo quedó en cariñosas palmas. Palomar no pudo hacer nada en su primero, al que el respetable protestó por falta de fuerzas. Cortó una oreja en su segundo tras una faena de su sello. José Cubero el Yiyo no pudo brillar en su primero, un animal brusco y poco colaborador. Aún quedaba un último cartucho.

La corrida tocaba a su fin. Sale Burlero, último de la suelta. Lleva el número 24 y es negro girón. Llama al público la atención lo baja que lleva la divisa cuatricolor, así como lo astifino de sus pitones. Es bravo en el caballo, donde el picador Rafael Atienza brilla con la vara. Queda en manos de su matador, quien inicia el trasteo con intensos muletazos por bajo, alargando sus embestidas. La faena es un dechado de perfección. El toreo es majestuoso, poderoso y brillante. Los pases de pecho, monumentales. El torero se abandona a sí mismo para alcanzar la perfección. Llega el momento final. Tan bella obra precisa de certera rúbrica. El estoque tropieza en hueso. Se repite la escena. Esta vez la espada se pierde en el hoyo de las agujas. Burlero, con la muerte enterrada en su morrillo, embiste ciegamente y tropieza a su matador. Una vez en el suelo, su astifino pitón izquierdo se pierde en el cuerpo del matador.

El toro lo levanta. Yiyo logra desprenderse del pitón. Dos pasos, el corazón roto y unas palabras a su peón de confianza: “Pali, este toro me ha matado”. El color se quiebra y la mirada se vidria. Todos corren a la enfermería. Es inútil. Yiyo, la más firme promesa de su época, entra en la historia y en la posteridad a través de la muerte. De todo ha sido testigo un terno. Azul marino y oro que hoy descansa en una vitrina del Museo Taurino de Madrid.

El Día de Córdoba (9/8/2020)

 


8/03/2020

TERCIOPELO NAZARENO Y ORO, PRENDA CEREMONIAL


Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Es el traje escogido por Rafael González 'Chiquilín' para su alternativa

Córdoba siempre vivió épocas de esplendor en la historia del toreo. Cierto que en ocasiones, muchas y frecuentes, se atraviesa por un desierto mustio y triste. Es cuando la Córdoba taurina se sumerge en la profunda sima, de donde siempre, y periódicamente, suele salir con fuerza. Muchos años habían pasado desde que Manuel Benítez el Cordobés hubiera estremecido los cimientos de la tauromaquia. Desde su marcha, Córdoba había quedado sola, triste, sin un estandarte que enarbolar en el toreo. Ni Agustín Parra Parrita con su personalidad y buen estilo, ni tampoco la valentía y honradez de Fermín Vioque, doctorados en tauromaquia en 1976 y 1984 respectivamente, habían conseguido que Córdoba despertara de su desidia.

Tuvo que llegar la década de los noventa. En ella, dos jóvenes de la tierra revolucionaron, y de qué manera, el panorama taurino cordobés. Uno, con una cabeza privilegiada a pesar de su juventud, y unas formas toreras fundamentadas en el toreo clásico. Otro, valeroso y valiente, vertical y personal. Dos polos contrapuestos, pero que se atraían entre sí, formando una pareja novilleril que partió a la Córdoba taurina, y no tan taurina, en dos bandos rivales e irreconciliables.

El primero de ellos, Juan Serrano de nombre, Finito de Córdoba de apodo, había alcanzado el grado de matador de toros un año antes. Es 1992. El año en que España fue referente mundial por dos acontecimientos extraordinarios: la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos en la ciudad condal de Barcelona. La primera sobre todo, había cambiado mucho a Córdoba. Fue el año del tren de alta velocidad, el llamado AVE. Se podía viajar a Sevilla por una autovía que acortaba la distancia entre las dos ciudades, lo que hacía que ir hacía la vieja Hispalis, o viajar hasta la ciudad califal, se hiciese en un tiempo hasta entonces imaginable.

Córdoba comienza a vivir su mes de mayo. La Expo queda en un segundo plano. En esa semana feriada los cordobeses no viajan a Sevilla. El día 27 de mayo, sí son muchos los sevillanos que viajan a Córdoba. Vienen a venerar a Curro Romero, viejo Faraón del toreo, que acude a la tierra de Los Califas a convertir en matador de toros a un joven torero de la tierra, que posee condiciones importantes para ser “gente” en el mundo del toro y así volver a reeditar la competencia novilleril con su rival, Finito de Córdoba.

Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Está cosido por el afamado sastre de toreros Fermín. Está confeccionado con terciopelo de Lyon color nazareno. Los hilos de oro dibujan sobre su hechura barroquizantes dibujos de piñas y ornamentación vegetal. Es el traje escogido por Rafael González Chiquilín para su alternativa. El ser humano para las grandes ceremonias suele escoger sus mejores galas. Rafael no lo ha dudado. Ha roto la tradición de vestir de blanco en tan señalado día. En su memoria quedó grabado el primer chispeante de luces que vistió el día de su presentación en público. Era un viejo nazareno y oro prestado por un compañero de la Escuela Taurina de Córdoba. Por eso, siempre lo llevó en su cabeza. El día que tomará la alternativa, no vestiría de blanco. Lo haría de nazareno, en recuerdo a aquel traje con el que vivió sus primeros desvelos toreros.

Ya está enfundado en la sofisticada prenda. Su cuerpo torero se ha adaptado a ella como un guante. Está en el patio de cuadrillas. A su lado ya no están dos chavales que quieren ser toreros. A derecha e izquierda están dos nombres consagrados. Uno, el Faraón, Curro, capaz de lo mejor y de lo peor. Como testigo un joven Julio Aparicio, capaz de romper los tiempos con su toreo de sonidos oscuros de reminiscencias flamencas de las fraguas del arrabal de Triana. Se parte plaza. La suerte está echada.

Salta el toro a la arena. Lleva el hierro de la estrella. Indica su procedencia de Jandilla. Es negro mulato y bragado. Canalla es su nombre. Chiquilín lo pasa de capote con su personal estilo. Curro Romero, en presencia de Aparicio, le cede los trebejos de torear, y con ellos el grado de matador de toros. Rafael cumple su sueño, ya es torero. Nada más y nada menos que vestido de nazareno y oro.

La faena luce con los tonos sepias del toreo que gusta en Córdoba. Vertical como la torre de la Catedral, solemne como la tarde del Jueves Santo en la que Jesús Caído baja desde San Cayetano, vibrante como todo lo que brota del alma. La obra está hecha. La rúbrica de la espada es perfecta. Uno de los pitones de Canalla golpea la pierna del espada. No se ve en el traje deterioro alguno. Chiquilín saborea los éxitos que rubrica en su segundo toro. De vuelta al hotel, el dolor se agudiza en la pierna.

El nazareno del traje no está desgarrado, pero la piel, sí. Al éxito se le une el dolor. El torero tiene que ser operado de una silenciosa cornada. En un rincón de la habitación, también silencioso, queda el traje de la ceremonia. Una segunda piel de tonos violetas y dorados bordados que ha sido testigo de las dos caras de la fiesta. La gloria y el dolor.

El Día de Córdoba (02/08/2020)