Lejos de los grandes circuitos de las ferias, la fiesta de los toros vive profundamente arraigada en los pueblos de España. No todo son hoteles de postín, localidades en la reventa a desorbitados precios, señores lustrosos con habano en la boca y señora siliconada del brazo, José Tomás y su cohorte de seguidores, anti taurinos protestando por el ancestral ceremonial de la corrida. La fiesta late de muchas formas. El toro y su liturgia están presentes en cualquier sitio donde algo se celebre. Es en estos festejos económicos donde muchos se curten en la difícil profesión de matador de toros. Por eso de vez en cuando, hay que bajar muchos peldaños y cambiar carteles de renombre por estos más modestos, donde poco a poco, golpe a golpe se forman los toreros que algún día, si tienen suerte y a la vez cualidades, ocuparan las suites de los grandes hoteles, sus nombres aparecerán estampados con letras de molde en los carteles de las grandes ciclos feriales y serán calumniados, tachados de tauricidas (palabreja que no figura en el DRAE) y psicópatas por los antis, quienes de seguro desearan cogidas e incluso su muerte, cabe mayor vileza humana, como se ve en el día de hoy en muchos foros cuando se habla del percance de José Tomás.
El sábado pasado tuve la ocasión de presenciar uno de estos festejos alejados del oropel y la hipocresía. El toro en la España profunda. He de confesar que pase un buen rato, pues entre el ambiente que se vivía, puro y fresco, así como con el toreo del joven Manuel Rodríguez, personal y profundo, comprobé que la fiesta tiene futuro, le pese a quien le pese. Es la fiesta de nuestros pueblos, alejada de las grandes metrópolis y del maldito marketing a favor o en contra, pero tan fiesta como la de las grandes fechas de la temporada.
Foto: Manuel Rodríguez al natural
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