Los españoles siempre tendemos a dividirnos en dos. Forma
parte de nuestro código genético. Si no estás conmigo, estas en contra de mí.
Ahí está la historia de nuestro país llena de ejemplos. Nos gusta estar
enfrentados, y a ser posible cuando la ocasión es propicia, darnos de
garrotazos. Seguro que esta virtud, o defecto según se mire, viene de la
cantidad de pueblos que intervinieron en la formación de este país, y por ende
de la idiosincrasia de los españoles. Ya lo dejó escrito Machado en los
siguientes versos: "Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios;/una de
las dos Españas/ha de herirte el corazón".
La fiesta de los toros, como española que es, no es más que
un fiel reflejo de la personalidad de los españoles. En la actualidad y en
relación con ella, los bandos irreconciliables son los que la defienden y los
que la denostan. Dentro de los que la defienden, o sea los aficionados y
amantes de ella, siempre hubo, y aún hay, bandos irreconciliables. O se era de
los Romero, o se defendía la gracia sevillana de Pepe-Hillo o Costillares.
También había quienes bebían los vientos por la elegancia de Lagartijo el
Grande, o por la sobriedad y buena espada del granadino Frascuelo. Qué decir de
la edad de oro del toreo, representada por la dualidad creada por Gallito y
Belmonte, aunque finalmente tomaran uno del otro formas que sentaron el toreo
de hoy, labor que terminó de pulir y asentar Manuel Rodríguez 'Manolete',
idolatrado por la mitad de una España rota que también tuvo enfrente la otra
mitad.
La evolución de la fiesta ha llegado a que hoy no exista esa
polaridad en torno a toreros, a la forma
y modo de antaño. Desde el 'boom' Benítez no existe, ni ha existido, nadie
capaz de centralizar todo el poder en uno mismo, con lo que ello conlleva,
asumiendo a partes iguales, admiradores y detractores. Fue a raíz de su adiós
cuando se sentaron las bases de los dos bandos a día de hoy inconciliables.
Hastiados de los desmanes cometidos por Benítez, que los hubo, cierto sector de
la prensa se convirtió en adalid de la defensa del toro integro, que a la larga
degeneró en el fenómeno conocido como 'torismo', mientras la otra mitad
prefirió seguir por otros derroteros asumiendo lo positivo, que también lo
hubo, aportado por el quinto Califa, movimiento hoy conocido como 'torerismo'.
Como siempre los dos bandos irreconciliables. Las dos Españas
machadianas. En vez de aunar esfuerzo y poner en común el esfuerzo de defensa
de la fiesta de toros, hoy exteriormente amenazada, nos ponemos frente a frente
y volvemos a caer en el pecado que históricamente arrastramos desde nuestra
génesis como pueblo. Ni decir tiene que estos bandos, toristas y toreristas, no
tienen sentido alguno. Son movimientos artificiosos, creados por intereses de
unos y de otros a los que la fiesta les importó, o importa, bien poco. Por
separado poco se va a conseguir, solo que los que tienen intereses en la fiesta
sigan campando a sus anchas.
Hay que alejarse de lo artificiosamente establecido. Está
claro que todo pasa por la regeneración del toro. De su integridad, de su
casta, de su diversidad de encastes y con ello de comportamiento. Y ante ese
toro, toreros capaces de emocionar al público con el halo de héroe que tuvo y
que hoy se pierde ante los intereses del sistema actual, preocupado en
rentabilizar al máximo una fiesta mercantilizada para su beneficio.
Nuestra Córdoba anda perdida. Esta en un mundo de nadie. Ni
de uno, ni de otro. En el fondo es sabia. No ha entrado en la división antes
mencionada, aunque quieran inclinarla hacía uno de sus polos. Córdoba supo
premiar con justicia a los protagonistas de la fiesta. A toreros y a toros. Ahí
están los ejemplos. En sus cincuenta años ha demostrado que sus escaños se
llenaron lo mismo al conjuro de 'Huracán' Benítez, como al de Victorino Martín.
Albero que lo mismo vibró con la bondad de 'Tabernero' de Gabriel Rojas, que
ante la bravura encastada de 'Bengala' de Torrestrella, ganadería que ha
escrito páginas inolvidables en cincuenta años de Los Califas. Es la muestra
que Córdoba reconoce una fiesta única, la que debe de ponerse en valor y que no
tenga intereses de los unos, ni de los otros.
Córdoba debe de ser diferente, por historia y por personalidad.
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