Antonio Mejías Jiménez,
‘Bienvenida’, fue un torero que marcó una época por su clasicismo, ortodoxia,
profesionalidad, naturalidad y por su bonhomía aderezada con una eterna sonrisa.
Todo está dispuesto. Ha
llegado la hora de poner punto y final a un camino. Cuesta trabajo, pero ha
llegado el momento. Atrás quedaron sus
sueños de niño, sus primeros desvelos y su anhelo de ser
torero al igual que su padre y hermanos mayores. Es obvio que aquel ambiente
tan taurino, donde creció, fomentó sus deseos y cultivó su afición eran los más
propicios, pero si su espíritu y sus condiciones no hubieran sido favorables,
no hubiera rayado a la altura que lo hizo en su carrera profesional.
Y es que, Antonio
Mejías Jiménez, Bienvenida, fue un torero que marcó una época por su
clasicismo, ortodoxia, profesionalidad, naturalidad y, sobre todo, por su
bonhomía aderezada con una eterna sonrisa.Es mediodía. Antonio Bienvenida
llega a la casa familiar en
la calle General Mola, en Madrid. Allí, en la primera planta del edificio, se
estableció el cuartel general de la dinastía. El torero ha descansado mejor que
en las noches anteriores. Se ha levantado temprano, para a continuación
desayunar con la familia y disfrutar de unos momentos con ella.
Ahora tendrá
tiempo para ver crecer a sus hijos, eso sí, con la nostalgia del toro. La
primera visita al llegar a la vivienda familiar es una visita obligada a la capilla. Allí
deja a los pies de la réplica del Gran Poder, que mandase tallar su padre y que
preside el altar, un improvisado ramo de flores. Luego atiende a los amigos, a
los medios de comunicación que le requieren, para pasar pronto a la clausura de
la habitación, donde permanecerá enclaustrado hasta la hora señalada.
La estancia
está en penumbra. Sobre una silla el mozo de espadas ha preparado
ceremonialmente las prendas previstas para el adiós. Un traje verde manzana y
oro espera cobrar vida. El matador se queda solo. Por su mente van pasando,
como una película, los momentos
que más le marcaron en su vida. Las enseñanzas de su padre,
fundador de la dinastía y llamado Papa Negro del toreo, así como la última
tarde que lo vio torear antes de morir en 1964. También la faena siendo
novillero a Naranjito de Antonio Pérez-Tabernero en Madrid el 18 de septiembre
de 1941, donde cuajó un trasteo impresionante que hacía vislumbrar su categoría
torera.
También la
tarde donde su hermano Pepe lo convirtió en matador de toros el 9 de abril de
1942, previo paso por el calabozo. Para la ceremonia se preparó un encierro de
Miura y los veterinarios desecharon un ejemplar. Los hermanos Bienvenida se
negaron a torear si no se completaba el encierro y fueron detenidos por
desacato a la autoridad. Finalmente se completó el encierro y el festejo se
llevo a cabo. También recordaría los momentos de dolor, los percances, las heridas. Todo en
breve será un recuerdo que permanecerá en su mente, la de un matador de toros.
Llega la hora. Vestido
de verde, esta vez en tonos manzana, como tantas tardes importantes se hace
presente en la puerta de cuadrillas de la Monumental madrileña. El coso está
lleno a reventar. Madrid, que le adora, se ha congregado para ver a su ídolo
despedirse del toreo. Seis toros seis, le esperan en chiqueros. No ha querido
terna para su despedida. Antonio
Bienvenida solo ante la gloria, o quién sabe, si la tragedia.
Parte plaza al frente de sus cuadrillas. Se desmontera a mitad del paseíllo. La
plaza aplaude de forma ensordecedora. Un sombrero cae desde el tendido a sus pies,
ahí quedó el momento inmortalizado por la cámara. Es 16 de abril de 1966.
Se cambia la
seda por el percal. Sin pausa se abre el oscuro toril. Primer acto del
anunciado adiós. Toda la tarde es una sucesión de emociones. La tauromaquia
clásica, aquella que le inculcaron desde niño, fluye de sus trebejos de torear
a cada momento. El capote, suelto y de poco apresto, es manejado con elegancia
en cada lance, aunque también es oportuno en los quites, así como florido y
barroco en los adornos. La lidia es total. Los tres tercios tienen importancia. Luce en banderillas en el sexto, su último
toro. Clavó con majeza los tres pares, el segundo brindado
a la banda de música que rompió a tocar el pasodoble Gallito, cosa inusual en
Madrid. Las faenas de muleta son un compendio, una enciclopedia viva de lo que
debe de ser el toreo en toda su esencia. Todo ha pasado muy deprisa, aunque con
intensidad.
El sexto
toro ha doblado y es arrastrado por las mulas. Su hermano Pepe le desprende el
añadido torero. Luego, Antonio repite el gesto con algunos miembros de su
cuadrilla que han decidido también dejar la profesión. El matador se niega a
ser izado en hombros. Corre presuroso hacía la puerta de cuadrillas, cuando
está cerca de su objetivo, tropieza y cae. Ya es imposible. La multitud lo alza para
pasearlo por las calles de Madrid hasta la calle General Mola.
Allí llega
descalzo, desmadejado, destrozado. Ha sido su adiós a los toros. En una silla,
manchado y sudado, pero lleno de torería, queda un vestido que ha sido fiel testigo de un hecho irrepetible que
ha marcado una fecha en la historia del torero.
El Día de Córdoba (23/08/2020)
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