A Manuel Rodríguez 'Manolete', sesenta y nueve años
después, todavía se le recuerda. Muchos lo imitaron, aún hoy lo imitan, pero
nadie ha logrado igualarlo, y superarlo sería utópico.
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pasado mucho tiempo. Sesenta y nueve años, pero su figura aún está presente en
la ciudad. Los últimos días de agosto traen de nuevo su recuerdo. Su sombra
alargada y hierática se hace visible en la Lagunilla, donde de niño soñaba con
la gloria. Santa Marina rememora su presencia, soñando que todavía pasea por
sus calles en una España sacudida por las heridas de la contienda. Su esbelta
figura sube Colodro arriba buscando el convento de San Cayetano en su obligada
visita a Jesús Caído. Lo mismo que se le intuye, elegantemente vestido con
chaqueta cruzada de lino, zapatos bicolor y sus clásicas gafas oscuras, coronar
la cuesta del Bailío antes de postrarse ante su Virgen de los Dolores.
El mito sigue siendo mortal en su tierra. Al menos durante los últimos días de agosto. Aunque ganó por derecho propio habitar en el Olimpo de los elegidos, el torero de Córdoba aún continua presente en ella como uno de sus hijos más preclaros. Sesenta y nueve años ya desde aquella tarde negra en Linares, Manolete aún vive en la tierra que le vio nacer, y cada agosto vuelve a formar parte del paisaje urbano de esta ciudad. El tiempo no ha conseguido borrar su huella, como tampoco su innata personalidad. La ciudad dormita tratando de creer que jamás ocurrió nada en Linares, pero la realidad es que aquel torero es una leyenda que nació justamente cuando moría el hombre.
Córdoba, injusta en ocasiones con sus hijos, continua recordando al torero. Los homenajes se sucedieron ayer como de costumbre ante su monumento en la plaza de los Condes de Prieto. Conjunto erigido gracias a otro torero, mexicano para más señas y llamado Carlos Arruza, para el que aún se reclama un reconocimiento en forma de placa por parte del consistorio. Placa que fue arrancada por manos barbarás que no conocerán jamás, la generosidad y admiración por ningún compañero caído. Su marmóreo mausoleo, esculpido por Ruiz Olmos, se teñirá de rojo carmesí en forma de cláveles ofrendados por los aficionados, gracias a una iniciativa de la Tertulia Taurina La Montera. El rito se repetirá un año más.
La vieja palmera, que junto con otra que ya sucumbió con el tiempo, que escoltaban la puerta grande de los Tejares, recordaran las veces que el torero, en hombros de la multitud, paso entre ellas en tardes llenas de gloria. La primera el día de su debut aquél 25 de julio de 1935, acompañado del mallorquín Pericas y el mexicano Cepeda, con utreros de Enriqueta de la Cova, si bien ya había actuado sin picadores en anteriores ocasiones. Luego llegaron más tardes. El torero se fue curtiendo por sí solo hasta llegar a la soñada alternativa. Pero la meta no se había cumplido.
El torero luchó y se afanó por llegar a la cúspide. Una vez alcanzada jamás bajo, ni lograron que se bajara, de ella. La admiración por su figura era máxima. Allá por donde iba era idolatrado por las masas y también por los compañeros que compartían cartel con él. Pronto la envidia, pecado capital, comenzó a corromper a los públicos y el torero comenzó a cargar con el peso de la púrpura. Los parabienes de antaño se convirtieron el feroces críticas. A las gentes ya no le gustaba que el que fuera su santo y seña, se hubiera convertido en alguien que gozaba de dinero, fama y demás cosas mundanas.
El torero estaba cansado. Se disponía a decir basta. Sentía que lo que tenía que hacer en el mundo de toro ya estaba realizado. Cuando ya vislumbraba el final, Linares se cruzó en su destino. Allí la providencia le deparó encontrarse con un toro que le convirtió en mito. Fue entonces cuando aquellos que se habían cebado con él se dieron cuenta de la enorme injusticia que la envidia les había llevado a hacer.
Sesenta y nueve años después todavía se le recuerda. Muchos lo imitaron, aún hay quien lo imita, pero nadie ha logrado igualarlo, superarlo sería utópico. Aquel torero llenó una época del toreo y aportó al mismo lo que hoy se conoce como el toreo moderno, o el toreo de nuestro tiempo. Por eso es inmortal. Su legado aún permanece vivo.
Gloria siempre a Manolete.
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