El cordobés fue dominador y conocedor del toro, y su concepto de la profesionalidad fue absoluto pues trataba por igual a todos los públicos y plazas: llegó a la perfección.
Manolete continúa vivo. Su figura se acrecienta con el paso de los
años. No pierde un ápice de su frescura. Cien años después de su nacimiento, su
imagen permanece presente entre nosotros. Los actos conmemorativos de la
efeméride se suceden y el Califa de Córdoba, el Monstruo como lo bautizara
K-Hito, forma parte ya no solo de la memoria, sino también del paisaje urbano
de toda la ciudad mediante fotografías, exposiciones, representaciones y toda
clase de actos, que recuerdan el centenario de un mito. Manolete forma parte
del acervo cultural de todo un país, incluso de otros fuera de nuestras
fronteras. Y es que Manolete fue, y es a día de hoy, un personaje que da para
mucho, pues su figura se extralimitó más allá de los ruedos.
Mostrar al Manolete hombre, para así tratar de acercarlo a simple
mortal, es complicado. Es fácil caer en una imagen kitsch del
personaje, mostrando un icono vintage basado en algo
superficial con olor a naftalina. Manolete es algo más que un héroe de amplias
chaquetas cruzadas, guayaberas blancas, zapatos bicolor, pelo engominado y
gafas de aviador americano. El ídolo supone mucho más que alguien rebelado
contra el matriarcado familiar, por culpa de apasionados amores mal vistos por
una sociedad malherida y convaleciente de una guerra. Mostrar así a Manolete
supone volver a caer una vez más (y van...) en los típicos tópicos que
enmascaran la verdadera dimensión de aquel ídolo de masas que se llamó Manuel
Laureano Rodríguez Sánchez, y al que un toro en Linares convirtió en un mito.
Cada vez que se trata de mostrar a un Manolete humano, se cae de
forma involuntaria en los mismos errores de siempre. Tanto que finalmente nos
queda una figura más superficial que profunda, enmascarada con una pátina
artificial que oculta de forma alarmante el verdadero espíritu del torero, que
es quien realmente dota a Manuel Rodríguez de su carisma y relevancia.
Y es que es complicado hacer comprender a las gentes de hoy que un
torero podía llenar una época en la memoria de los habitantes de este país. El
torero era un ídolo. El serlo de fama era salir del anonimato para alcanzar la
notoriedad y la riqueza que todo ser humano busca. El matador de toros en la
cúspide era como el futbolista de élite de nuestros días. El deporte rey aún
estaba en mantillas en España y el único recurso para salir de los estratos
desfavorecidos de la sociedad no era otro que vender su vida ante las astas de
los toros.
Manolete fue un predestinado. Manuel Rodríguez se crió en un
ambiente en que el toro tenía que ser mirado con recelo. Es de sobra conocido
que su madre enviudó de las primeras nupcias contraídas con Lagartijo Chico,
sobrino del genial primer Califa, para casarse posteriormente con un espada
digno, pero mediocre, como fue Manolete padre. Es ahí donde pueden surgir los primeros
enigmas que muestran esa predestinación del Monstruo a vestir el chispeante.
El segundo de los enigmas es el desarrollo de un toreo que en los
primeros años, etapa novilleril, no destaca para después culminar en la
perfección de todas las aportaciones que hicieron los que le precedieron. Y es
que en una época en que se carecía de los medios audiovisuales y tecnológicos
de hoy, Manolete perfecciona el toreo de la llamada edad de oro en las
innovaciones que trajeron dos colosos como fueron Gallito y Belmonte. Son
fuentes en las que bebe el torero de Córdoba sin saber cómo. La influencia de
Camará, como gran gallista, tampoco parece ser clave, pues Manolete
toma aportaciones netamente belmontistas. Manolete no es un torero
de entre épocas. El Califa cordobés es un torero que culmina, y de qué forma,
lo apuntado por otros. Sin verlo, Gallito muere cuando Manolete tiene apenas
dos años, absorbe el dominio, conocimiento, profundidad de Joselito y vergüenza
profesional, mientras que de su rival, Belmonte, toma la quietud y la ligazón.
A todo esto, que toma y hereda sin saber cómo, une una personalidad única y
arrolladora, así como una espada llena de pureza y ortodoxia que le lleva a ser
uno de los mejores estoqueadores del toreo, cosa que poco se le reconoce, tal
vez porque su aportación a la tauromaquia nubla su contundencia y clasicismo en
la suerte suprema.
Manolete fue dominador y conocedor del toro, el hacer faenas de
semejante estructura a cada uno de los que se enfrentó nos lo corrobora. Su
concepto de la profesionalidad fue absoluto pues trataba por igual a todos los
públicos y plazas. Su valor y disciplina espartana están también latentes en su
tauromaquia. Valor seco, sin alharacas, para ligar muletazos largos a pesar de
esperar con la muleta retrasada en faenas compactas y ligadas.
Luego vino la perfección absoluta. Los cimientos del toreo de hoy.
El toreo donde el último tercio adquiere una relevancia sobre los otros dos. Es
la culminación de un todo y el principio de unas nuevas formas que apuntaron
hacía la perfección de todo. Ahí es donde Manolete vive. Sobre los alberos y
arenas del planeta toro cada vez que el hombre, en pleno siglo XXI, continúa
tocando la gloria ante los pitones de los toros.
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