El invierno ha llegado
de sopetón. Ha sido de golpe, sin esperarlo porque, tal vez, nos habíamos
cansado de ello. Ha llegado, como suele llegar en Córdoba. Crudo y sin
contemplaciones. Hemos pasado de un otoño con tintes primaverales, a sufrir los
rigores del invierno como es de costumbre.
Menos mal que para
mitigar las inclemencias de la estación que vivimos, queda el calor de una
lumbre de encina. Sin ir más lejos ahora me hallo cerca del fuego. No es solo
el calor que reconforta de las bajas temperaturas, también su tonalidad donde
el color varía a cada llamarada en inverosímiles tonos rojizos y anaranjados.
El crepitar de la leña al consumirse rompe el silencio de cuando en cuando.
Escribo estas líneas
viviendo sensaciones ya sentidas en años anteriores. El aroma a leña quemada
trae un toque de nostalgia. Las tardes y
las noches en esta época están pensadas para meditar, poner en orden muchas
ideas y reflexionar.
El fuego de la chimenea
ayuda a la melancolía y recordar muchas
cosas que habitualmente pasan con rapidez en todo lo cotidiano, sin apenas
darle la más mínima importancia.
El fuego, vivo y zigzagueante,
parece reflejar una sombra alargada que trae recuerdos de una infancia en la
que fue referente. Un hombre que se convirtió en mito por su personalidad única
que sirvió de complemento a una honradez profesional neta y una aportación a su
profesión vital, que aún a día de hoy perdura.
La sombra de Manolete,
porque al Monstruo de Córdoba me refiero, continua siendo alargada. Tanto que
cien años después de venir a este mundo, el hombre es recordado, tanto en su
imagen como torero, o en esa otra, también importante, de un hombre adelantado
a su época.
Manolete fue único. De
no haberlo sido hubiera sido un torero más. Manuel Rodríguez trascendió más
allá de lo que podía hacerlo un torero en un país partido por la mitad y roto
por una guerra que aún pesa en la memoria de los no creen en sus funestas
consecuencias.
El Manolete de las
gafas oscuras, el de los zapatos bicolor, el hombre que lucía amplias chaquetas
cruzadas, el de las noches en Chicote, el hombre que marcó una época, me
seduce, pero me atrae más aquel que vistió de seda y oro y que trajo al toreo
su carácter actual. El torero que aglutino la estética, el poder y el dominio,
aglutinando todo en una unidad que vigorizó el último rito vivo de la cultura
del Mediterráneo, como es la tauromaquia.
La figura de Manolete
es recordada aún a pesar de esa pátina, humana y a la vez única, que oculta su grandeza en los ruedos.
Tal vez esa dimensión sea difícil de ver para nuevos aficionados menos
iniciados en lo que es la cultura taurina.
Para destripar las
interioridades de la revolución manoletista hace falta conocer la historia del
toreo. Hoy, con una fiesta languideciente y alejada del drama que la sustenta,
es complicado llegar hasta el fondo de muchas cosas. Entre ellas la verdadera
aportación al toreo del coloso cordobés.
La leña sigue crujiendo
al consumirse en la chimenea. En el ambiente flota la voz quebrada de Caracol homenajeando
a Manolete en su Lamento de Córdoba. Hoy Córdoba, en el año del aniversario, ha
estado a la altura. Se ha esforzado en numerosos actos que han recordado al
torero y al hombre. Loable todo aunque no se haya podido poner, en plena
dimensión, en valor la trascendental contribución que hizo Manolete al toreo.
Es difícil en esta época, pero tal vez se ha perdido una ocasión única. También
queda el consuelo de que por parte de unos y otros, se ha intentado. El tiempo
se encargará de mostrar si lo que se ha apuntado a sido comprendido o no.
Manolete ha estado presente en la ciudad. Una ciudad donde su sombra permanece perenne en cada uno de sus rincones. Parece que Manolete custodia su ciudad y vela por unos valores que le llevaron a inmolarse para alcanzar una inmortalidad que lo convirtió en mito. Manolete se palpa en Santa Marina, el Campo de la Merced, Capuchinos, en los Tejares, San Miguel, la cuesta de San Cayetano y en cualquier calle que pisó en su vida terrena. Solo ha estado ausente de donde no debía de haberlo estado. De la plaza de toros. Ha hecho falta un festejo taurino para homenajear al torero en el centenario de su nacimiento. Con una imagen en un efímero cartel no basta. El mundo del toro tenía que haber hecho notar su reconocimiento y admiración al torero de Córdoba. Aquí se ha fallado. Empezando por la empresa que rige los destinos del coso califal, condenado un año más a un ostracismo que duele, y terminando por una afición que se ha conformado con lo que se le ha ofrecido fuera de la plaza y que con su silencio, se ha convertido en cómplice de los que no han sabido reconocer a quien sentó las bases de un negocio que se ha convertido en su sosten.
Córdoba continua dormida. Ya llegará el día en que despierte. ¡Ojala sea pronto!
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