9/26/2014

PAQUIRRI, EN EL OLIMPO DE LOS ELEGIDOS


El recuerdo de la fatídica tarde de Pozoblanco eclipsa a un torero triunfante y poderoso

La muerte forma parte de la liturgia de la tauromaquia. El ancestral ritual del toreo es una lucha a muerte. La rudeza del bruto se mide a la razón del ser humano. La justa tiene siempre el mismo desenlace final. El hombre, o la razón, suele salir triunfante del combate, aunque en ocasiones la bestia, o su fuerza bruta, se imponga a su oponente. La muerte del hombre ante el toro es el pórtico a la entrada de éste en la mitología. El torero se convierte en un ser inmortal a pesar de haber sido vencido. Es la parte heroica de la tauromaquia. Lo malo de todo es que en la mayoría de las ocasiones ese sacrificio dramático y heroico enmascara la grandeza del toreo. El morbo, el sensacionalismo, lo lúgubre y lo tétrico va formando una costra o caparazón que hace que veamos al héroe siempre vencido y derrotado. En ocasiones la grandeza del hombre es difuminada de forma brutal.


Hace ahora treinta años tuvimos la ocasión de ver, por vez primera, la muerte de un torero muy de cerca. La televisión, gracias a la profesionalidad de Antonio Salmoral, mostró la cara más dura del toreo. En una vetusta camilla de una enfermería de la época, un hombre yacía roto por los pitones de un toro. La ciencia poco pudo hacer ante aquel muslo destrozado. La vida huía en forma de manantial de sangre. La hora de Paquirri estaba escrita. De nada sirvió después la absurda polémica que ahondó aún más el drama. Aquel hombre, poderoso en el ruedo y fuera de él, se apagó para siempre camino de Córdoba. Desgraciadamente su muerte dramática y desnuda ha oscurecido quien fue realmente Francisco Rivera Paquirri en el mundo del los toros. 

Paquirri surge en la década prodigiosa de los sesenta. En plena hegemonía cordobesista, muchos son los muchachos que ven en el toro, y en el melenudo torero de Córdoba, un trampolín para salir de la pobreza y del anonimato. Desde Barbate, hijos de un modesto novillero, Paquirri y su hermano Riverita tratan de salir del ostracismo. Riverita se queda en el camino. Paquirri con una fuerza de voluntad y una afición desmedida comienza a despuntar. Es un torero de poder, practicante de una lidia completa y dinámica. Comienza la forja de un torero llamado a marcar una época. 

Con El Cordobés retirado surge una corriente que demanda una vuelta a la ortodoxia. Paco Camino y Santiago Martín El Viti son quienes se convierten en los abanderados de la prensa y afición más purista. El postcordobesismo solo tiene ojos para ellos. Los nuevos toreros son obviados. Paquirri no iba a ser menos. Su afición es desmedida, su objetivo de convertirse en figura es fijo. La lucha tiene al fin su premio. 

El país aún se encuentra en la transición política y el toreo, fiel reflejo de la sociedad, también está en periodo renovador. Paquirri ha sido contratado dos tardes en Madrid. La primera, ante toros de Manolo González, pasa de forma discreta. En la segunda entra en la historia del toreo. Se juegan toros de Torrestrella. Animales criados por aquel alquimista llamado Álvaro Domecq y Díez, que buscó por siempre la bravura. Corrida seria, con pitones, trapío y vendiendo cara su muerte. Paquirri se encuentra con Buenasuerte, negro salpicado de capa. Poder contra poder, bravura contra bravura. La lucha es de igual a igual. La balanza se pudo inclinar a favor de cualquiera de los contendientes. El combate a muerte no tuvo tregua. Paquirri puso la rúbrica con un certero volapié. Los pañuelos blanquearon los tendidos de Las Ventas. Los trofeos fueron para el torero y una póstuma vuelta al ruedo reconoció la bravura de Buenasuerte. Paquirri entró en el Olimpo de los elegidos. Buenasuerte en la leyenda de los toros bravos. La historia comenzó a escribirse. Paquirri, aquel torero de Barbate poderoso, dominador, atlético, valiente, profesional y contundente estoqueador comenzó a ser reconocido como un torero importante, como una autentica figura del escalafón. Luego vino el Paquirri popular, el del papel couché, el de las revistas del colorín y el de la tarde fatídica de Pozoblanco. Es triste que sólo quede el recuerdo de aquel hombre roto y moribundo y no aquel Dionisos vestido de celeste y oro triunfante en Las Ventas ante un toro bravo de verdad.

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