Manolete hizo historia en el
coso hispalense en una tarde en la que hizo patente que había llegado para
marcar una época, para sentar cátedra y para cambiar el toreo.
Aún se escucha el ruido de las bombas. La guerra fratricida ha terminado. España ha quedado partida en dos. Vencedores y vencidos. Vencidos y vencedores. En el ambiente pesan los años duros del conflicto. Hay que vivir el presente. También en blanco y negro. El instinto de supervivencia humano dice que hay que mirar hacía adelante. Son los primeros años de la reconstrucción de un país destrozado.
Muy a pesar de las
carencias, el español quiere olvidar pronto. Para ello se refugia, cuando se lo puede permitir,
en los espectáculos que se le ofrecen. En los teatros triunfa
el triunvirato formado por Quintero, León y Quiroga, donde los dramas por ellos
creados son representados con éxito por las mejores voces de un genero hoy
prácticamente perdido, como es la copla.
Caracol,
Pinto o Valderrama dejaron los flamencos colmaos y noches eternas de
juerga. Sus gargantas quebradas se hicieron igualmente hueco en espectáculos
muy alejados del flamenco más ortodoxo, aunque aquella heterodoxia, gracias a
la grandeza de sus sones, jamás dejaron de sonar a flamenco. Los toros son el
gran espectáculo de masas de aquella España rota.
A poco de
terminar la contienda, Chicuelo entregó
a un joven y espigado espada cordobés, apodado Manolete, la llave de la tauromaquia
moderna. Aquella que habían cimentado José y Juan en la llamada Edad de Oro.
Aquella tauromaquia que el propio Chicuelo llevó a la práctica en contadas
ocasiones debido a su enorme irregularidad. Ahora solo hacía falta alguien
capaz de culminar aquellos esbozos. La
Maestranza fue testigo de la cesión de trastos. Con
ellos, el testigo de la evolución del toreo. El neófito no solo lo consiguió,
sino que lo cimentó con creces. Su afición, su valor y sus enormes cualidades
eran los avales en su progresión hacia la cima del toreo.
SOBRE
LA SILLA DEL HOTEL GUILLERMO, mozo de espadas de MANOLETE, HA DISPUESTO UN
TERNO NAZARENO Y ORO
Dos años después de
aquel legado de secretos toreros, el
joven espada se contrata de nuevo en Sevilla. Se anuncia tres
tardes. Matará toros de Urqujio, también los temidos miuras y, para rematar el
ciclo abrileño, se enfrentará a los del marqués de Villamarta. Triunfa con los
murubes la primera tarde. Los miura, cómo no, salen complicados. Solo queda una
tarde. La tarde en la que se plantó en lo más alto del toreo.
Sobre la
silla del hotel Guillermo ha dispuesto un terno nazareno y oro. No era Manolete de trajes de
tonos oscuros. Su majestad lucía más con tonos suaves. En aquellos años le
cosía la ropa torera el célebre Manfredi, quien tenía su taller en la calle Jimios
de la ciudad hispalense.
Tal vez su
devoción al Señor Caído de Córdoba, de
cuya cofradía era hermano mayor, le llevo a encargarse un
nazareno y oro al igual que la túnica de su Señor. Y así vestido partió plaza
en el coso maestrante junto a Pepe Bienvenida, Juanito Belmonte y Pepe Luis
Vázquez, en una tarde en la que hizo patente que había llegado al toreo para
marcar una época, para sentar cátedra y para cambiar el toreo.
Antonio
Olmedo Delgado, quien firmaba sus crónicas con el seudónimo de Don Fabrizio,
escribió lo siguiente: “Las campanas de Córdoba, plañideras porque había muerto
Guerrita, trocaron el afligido son en alegre repique de gloria, porque Manolete, legítimo sucesor de aquel coloso,
superó hasta la sublimidad el memorable arte de su ascendiente. No alcanza
nuestro recuerdo nada semejante: de tanta justeza y elegancia, de tal calidad
como la faena del cordobés al séptimo de Villamarta”.
EL 20 DE ABRIL
DE 1941 EN LA MAESTRANZA QUEDÓ GRABADO EN LOS ANALES DE LA HISTORIA DEL TOREO
La ágil y bella pluma
del crítico continuó describiendo lo acontecido en aquella tarde histórica para
el toreo: “el cordobés tomó al
bravísimo toro con tres ayudados estatuarios, y seguidamente,
en terreno donde apenas si cabían toro y torero, ligó cuatro soberbios naturales
con el de pecho sin que las zapatillas despegasen del suelo siquiera un ápice.
Toreo inimitable, reposado, plácido, dominador, serio, verdadero; movido el
toro con el engaño en torno a la gigantesca figura del lidiador, mediante el
insuperable jugar de los brazos”.
El público
se olvida de los pesares de aquella España. Manolete hace que todos los asistentes vibren
entusiasmados. Culmina su obra con un volapié preñado de
ortodoxia. El de Villamarta rueda a sus pies. El palco concede las dos orejas y
el rabo para aquella genial e inspirada faena.
La fecha
del 20 de abril de 1941 quedó
grabada en los anales del toreo. José Luis de Córdoba escribió: “La tarde del
domingo 20 de abril de 1941, el diestro cordobés Manuel Rodríguez Manolete levantó en el centro
del ruedo de la Maestranza sevillana un monumento al arte del toreo, en cuya
base reza esta leyenda: Córdoba queda en Sevilla. ¡Que nadie la mueva!”.
Desde
entonces allí está presente. Nadie la ha movido aún. Aquel rabo no era un
despojo, era el cetro del toreo, para un rey que vino a evolucionar el arte
hasta el límite más inverosímil.
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