Muchos se
preguntaran por mi dejadez en esta bitácora taurina. Son ya muchos los días,
meses mejor dicho, en que no he escrito ni una mísera línea. La respuesta no es
otra que el hartazgo. Hartazgo de todo lo que rodea a la fiesta de toros en
nuestros tiempos. El panorama es triste, demasiado, tanto que se pierde la
ilusión por todo, y no queda más remedio, como refugio, que centrarse en el disfrute
del campo bravo, y sobre todo en la lectura de libros que versan sobre un
pasado, no tan lejano, donde la fiesta reunía y guardaba muchos matices que
corren hoy serio peligro de desaparecer.
Aparentemente
todo sigue rodando igual. De ahí que muchos no vean obscuro el horizonte. Las
ferias se suceden tal y como siempre estuvieron calendadas. Los triunfos de los
llamados figuras, así como los de algún torero novel al que luego no dan
cancha, se suceden, y se sigue contando, que de vez en cuando, salta a la arena
algún animal que se dice que es bravo. Los ataques externos, financiados por
capital extranjero, se dicen son amortiguados, por la eficaz gestión de una
fundación que preside un mediático ganadero. Otros buscan una adaptación de la
fiesta a nuestros tiempos, a través de otra asociación que maneja uno que dicen
que fue figura y su locuaz apoderado. La crisis, cada vez más lejana, sigue
siendo la excusa para reducir festejos y con ello ver como languidecen plazas
de toros que, no hace tanto, reunían una programación acorde a su historia y
tradición. Mientras a la afición se nos vende que todo es un camino de rosas y
no queda más remedio que callar, pensando como consuelo, que no hay mal que
cien años dure.
Luego la realidad
es bien distinta. La fiesta está manejada por un lobby que controla todo. Trata
de imponer un modelo de espectáculo que se aleja mucho de lo que siempre fue la
fiesta de toros. Un trust empresarial que domina plazas, toreros, ganaderías e
incluso a un sector de prensa, que alaba su gestión a cambio de tener su beneplácito
y con ello un estatus que les permite pontificar en contra de los públicos a
los que tienen que informar con veracidad e imparcialidad.
El sistema
controla el campo bravo. El fraude se ha hecho norma habitual. No hay nada más
que ver las astas en las plazas de primera para saber cómo salen los toros en
provincias y localidades menores, salvo contadas ocasiones. La cabaña brava se
homogeoniza de forma alarmante. Hay ganaderías que están vetadas, no ya por los
toreros, sino por el sistema que maneja la tramoya. Tanto es así, que de todos
los lidiados en Madrid durante San Isidro, solo se han enviado unos pitones a
analizar. Curiosamente de la ganadería de Miura y dando positivo, sin que hasta
la hora en que escribo estas líneas sea publica el acta.
Luego está la
falta de novilladas picadas. Los festejos menores han mermado de forma
alarmante. El lobby dice que no son rentables. Lo serían si se fomentasen y
salieran tres o cuatro novilleros con ganas de ser toreros. Si los que lideran
el escalafón superior las exigieran a la hora de contratarse en una feria, otro
gallo cantaría, pero claro, a ellos no les interesa. Sería tal vez la búsqueda
de un relevo que no están dispuestos a dar, porque a fecha de hoy, apuran y
rebañan las últimas migas de un pastel que no están dispuestos a compartir.
Y mientras el
aficionado que respeta los valores y formas de una lidia, integra y veraz
tienen que aguantar todo estos atropellos dictados por el sistema que controla
el toreo. También son censurados por una nueva tropa de borregos que los sigue,
aduciendo una tauromaquia donde su único fin es una liturgia devaluada y
adulterada, donde la tragedia y la épica están de más, solo importa la
estética.
Aquí reflejo,
desde mi punto de vista, los pecados de un espectáculo que corre serio peligro
de dejar de ser legatario del último rito vivo de la cultura mediterránea y
convertirse en, eso, un espectáculo vulgar y ramplón que supondrá el final de
la tauromaquia tal como muchos la concebimos-