9/20/2020

UN CREMA Y AZABACHE TESTIGO DE LA CONSAGRACIÓN DE GRANERO

 


Manuel Granero admiraba a Gallito, tanto que el torero sevillano fue su modelo a seguir, pero una tarde memorable en Madrid lo convirtió en una figura de primer nivel





El viaje se ha hecho largo. El trayecto desde Bilbao a Madrid en el ferrocarril de aquellos locos años veinte era pesado, y por ello, cansado. Manuel Granero, fino espada valenciano, dormita sobre un cojín que le sirve como improvisada almohada. El éxito alcanzado en la capital vizcaina para repetidas veces por su mente. Ha sido rotundo. La faena a su segundo Villamarta ha rayado la perfección. Tanto es así, que la afición comienza a vislumbrar en su figura el más digno sucesor de Joselito, aquel que llamaron Rey de los Toreros, y que justo un año antes había dejado su vida en las astas de un toro en Talavera de la Reina.

Granero admiraba a Gallito, tanto que el torero sevillano fue su modelo a seguir. Ahora, que lo comparasen con él, le superaba. Las sensaciones se entremezclaban. Las del éxito en Bilbao y la de la responsabilidad de verse por la afición sucesor natural de Joselito. Trataba de olvidar al coloso muerto en Talavera con los recuerdos de su última actuación. Sin quererlo, y al querer dar un derechazo, se trajo la roja franela sobre la cadera. Sus vuelos mostraron una rúbrica. Sin quererlo había creado el pase de la firma. Ahora solo quedaba perfeccionarlo.

Arribó a la capital. Cansado se trasladó a la vivienda de un buen amigo, el periodista valenciano Manuel Gómez Domingo, quien firmaba con el apelativo de Rienzi. Tal era su amistad, que el fino espada levantino, cuando vivía en Madrid, siempre lo hacía en la vivienda del escritor, sita en la calle marqués de Urquijo, en el barrio de la Moncloa. Allí descansó del pesado viaje y allí mismo esperó su próximo compromiso en la plaza de toros de Madrid.

El día rompió con la mañana. En la casa de Gómez Domingo, una operaria del afamado taller del sastre taurino Uriarte puso en manos del mozo de espadas de Granero el terno que el torero estrenaría aquella tarde. Finezas, hombre de confianza y fiel mozo de espadas, preparó la silla. El traje, crema y azabache, quedó dispuesto para ser vestido por un Granero que aún descansaba.

Gómez Domingo recibió en su casa a unos extraños personajes. Estos, que iban acompañados por el escritor valenciano Vicente Blasco Ibañez, eran norteamericanos que se encontraban en España buscando documentación para el rodaje de una película. Se trataba nada más y nada menos que una versión cinematográfica sobre una novela escrita por Blasco Ibañez Sangre y Arena. Los pintorescos personajes, con el beneplácito de Gómez Domingo, así como de Francisco Juliá, tío de Granero, vieron como éste se enfundaba en el traje de torear, mientras don Vicente ejercía de traductor. Uno de ellos, el que a la postre encarnaría al protagonista de la historia, tomaba notas en un pequeño cuaderno.

Era Rodolfo Valentino, quien mostró gran admiración por el terno. Manolo Granero le contesto: “Con un traje como este no hay más remedio que arrimarse…Esta tarde les voy a ofrecer la oreja que corte”. Blasco Ibañez comentó a Gómez Domingo: “Dile a Granero que no cometa ninguna locura, que estos yanquis no entienden de esto y todo lo que haga les parecerá bien".

Ha llegado la hora señalada. Granero, de crema y azabache, flanqueado por Chicuelo y Varelito, parte plaza en el viejo coso de la Carretera de Aragón, de Madrid. Es la décima corrida del abono. 17 de mayo de 1921. Un año después de la muerte de Gallito. Granero se muestra solvente, fácil y florido en el primer toro de Santacoloma, tanto es así que le cortó una oreja. Granero ya no era visto como un aspirante a figura, ya era catalogado como el sucesor del gran Joselito.

Muchos aún no daban crédito. Salta al ruedo el toro de nombre Malacara. Tiene el hierro de Santacoloma. Manolo Granero se consagra. Faena llena de sapiencia y de elegancia. Dominadora, estética y con toda la luminosidad del Levante español donde nació. Brillante con el capote, poderoso banderillero y con la muleta, faena de maestro, con naturales, ayudados, cambiados y pases de todas las marcas para una faena que marcó la historia. Una faena que le sirvió para consagrarse como primerísima figura del toreo a pesar del desacierto con los aceros. Un digno sucesor del torero muerto un año antes en la plaza de Talavera.

Posiblemente, esa tarde de mayo, Manuel Granero dejó de ser un niño que tocaba el violín y que jugaba a ser torero. Esa tarde, Granero se convirtió en una primera figura. Tristemente, un año después, al igual que su admirado Joselito, Granero, con poco más de veinte años, se dejó la vida en los pitones de un Veragua en la plaza de Madrid. Eso es otra historia. La que nos ocupa es la vivida enfundado en un terno crema y azabache y que le sirvió para consagrarse como primerísima figura. Lástima de su prematura muerte.

El Día de Córdoba (13/09/2020)


9/12/2020

MORANTE Y JUAN ORTEGA, MANO A MANO EN LOS CALIFAS DE CORDOBA EL 12 DE OCTUBRE


 

LIDIARAN 6 TOROS DE JANDILLA

Ya es definitivo. La plaza de toros Los Califas, de Córdoba, abrirá sus puertas en la presente temporada, siendo así, si la autoridad sanitaria lo permite, la única plaza de toros de primera categoría que celebrará un festejo taurino en una campaña marcada por el covid-19.

Muchas fueron las cábalas y diversas las combinaciones deseadas, pero finalmente y, según ha comunicado la empresa Lances de Futuro, que encabeza el empresario José María Garzón, a través de una conocida red social, el cartel definitivo está conformado por los espadas hispalenses Morante de la Puebla y Juan Ortega, quienes lidiarán seis toros de Jandilla en mano a mano.


Morante de la Puebla tuvo en Los Califas uno de los éxitos más rotundos de su carrera profesional, cuando cortó un rabo en la feria de mayo de 2013, haciéndose acreedor de todos los galardones de la feria. Juan Ortega es un torero emergente, poseedor de un toreo marcadamente clásico y ortodoxo, que cuenta en Córdoba con un buen número de seguidores, ya que durante su etapa estudiantil fue alumno de la Escuela Taurina del Círculo Taurino de Córdoba.

Se habló de la inclusión en el cartel de la revelación de la campaña 2019, el también sevillano Pablo Aguado, quien al final ha declinado la oferta de la empresa, alegando una lesión en un brazo.

Sorprende igualmente la ausencia de Finito de Córdoba, quien por trayectoria y ser de la tierra no hubiera desentonado en el cartel, pues no hay que olvidar que el torero cordobés es el espada que ha abierto en más ocasiones la Puerta de Los Califas.

DESMONTANDO LA LEYENDA DE UN TERNO GROSELLA Y ORO

 


Una casa de subastas británica publicita un traje que adornan con la historia de que perteneció a Joselito y que Rodolfo Valentino no pudo devolver por su inesperada muerte

El tiempo siempre pasa de forma inexorable. En muchas ocasiones se encarga de borrar de nuestra memoria cosas intrascendentes. En otras, su paso reviste nuestros recuerdos de una pátina, que lustra los mismos y los hace imborrables, perpetuándolos así para siempre en nuestra mente. Hay cosas que rememoramos con nostalgia, también con añoranza, aunque los años y ese tiempo marcado les den tintes de leyenda, sin saber a ciencia cierta qué parte de ellas son realidad y cuáles carecen de verosimilitud alguna. Por ello, hay historias que son recordadas sin saber si fueron ciertas o no, aunque en numerosas ocasiones dudemos de ellas, a pesar de su belleza y singularidad.

El toreo está rodeado de muchas historias con tintes novelescos, que en ocasiones son difíciles de creer. Una de ellas es la de un vestido de torear que está rodeado de un aura de misterio y leyenda. En esta leyenda, que como todas, tendrá algún tinte de realidad y otros, los más, de fantasía, se entremezclan nombres y disciplinas artísticas que nos enseñan la universalidad de un arte ancestral como es el toreo.

La segunda década del pasado siglo supuso una autentica revolución en planeta toro. Atrás quedó el toreo decimonónico y cruel. La llamada Edad de Oro trajo de las manos de Joselito y Belmonte las bases del toreo tal y como hoy es conocido. Como siempre, España se partió en dos. Unos admiraban a Joselito. Otros a Belmonte. La sapiencia e intuición del primero era complementada por el dramatismo del segundo. La tauromaquia era el mayor espectáculo de masas en España y los dos bandos, gallistas y belmontistas, eran irreconciliables.

Al ropero de Joselito llegó un recargado y barroco terno grosella y oro. Cuentan que regalo de la casa real, como también se afirma que la prenda fue prestada por el torero sevillano al actor Rodolfo Valentino, quien se disponía a rodar la primera versión cinematográfica de la novela Sangre y Arena de Vicente Blasco Ibáñez, película que se llevaría a cabo bajo la dirección de uno de los mejores directores de la historia del cine, como fue Fred Niblo.

Joselito murió trágicamente en Talavera de la Reina en 1920. La película se estrenó con éxito dos años más tarde, apareciendo en la misma pasajes de corridas donde aparecen Joselito, Juan Belmonte, Silveti e Ignacio Sánchez Mejias. Rodolfo Valentino, italiano de nacimiento y nacionalizado norteamericano, considerado el primer sex-symbol de la historia del cine, falleció prematuramente en 1926 a consecuencia de una peritonitis. Esa temprana muerte acrecentó su mito y fama, siendo recordado como una de las grandes estrellas del incipiente séptimo arte.

El terno grosella y oro, el que cuentan que perteneció a Joselito y que Valentino no pudo devolver a su propietario por su inesperada muerte, fue vendido por sus familiares al bailarín norteamericano Jacques Cartier, quien triunfaba en Broadway con su estilo personal e innovador. El traje fue adaptado para ser usado por Cartier sobre los escenarios, siendo lucido en varías coreografías ideadas por el norteamericano.

La historia es hermosa. Un vestido de torear que aúna la tauromaquia con la literatura, el cine y la danza. Es la historia que nos han contando y que hoy se encarga de publicitar una casa de subastas británica, quién sabe si para acrecentar y poner más en valor una prenda tan agraciada en sí, buscando con ella una puja importante y alcanzar mayor beneficio en su venta.

Repasando detenidamente la ficha con la que se publicita el terno, existen algunas fechas y datos que hacen dudar de la realidad de la historia. Choca en primer lugar que se afirme que el vestido en cuestión es obra del prestigioso sastre de toreros Fermín, que se inició en el negocio cuarenta y tres años después de la muerte de Joselito. Este dato muestra la imposibilidad de la autoría de la prenda, así como de ser quien vendió la misma a la casa real española para ser regalada al torero sevillano.

Otra cosa que pone más que en duda esta bonita leyenda es la supuesta amistad de Joselito con el actor Rodolfo Valentino. Joselito solo hizo campaña americana en el invierno de 1919 y 1920, circunscribiéndose sus actuaciones a Perú, lo que hace inverosímil que trabase algún tipo de conocimiento con el actor, que residía en Estados Unidos. Igualmente, la película se filma en 1922, cuando Joselito había muerto dos años antes, lo que también hace inviable que el torero español le prestase el terno para el rodaje.

Por último, si visionamos la película, se aprecia que el traje que luce Rodolfo Valentino es más un atrezzo que un traje real, ya que las diferencias entre ambas prendas son notorias, comprobándose que no se trata del mismo vestido.

La leyenda en este caso, a pesar de su tinte novelesco, no es más que una historia sin la menor credibilidad, aunque no hay que obviar que el toreo es una disciplina artística que ha servido de inspiración para el desarrollo de otras tan dispares como la literatura, el cine o la danza.

 El Día de Córdoba (06/08/2020)

AZUL Y ORO PARA UN TORERO CON ESPÍRITU DEL ‘QUATTROCENTO’



Mario Cabré veía en el toreo una actividad más para expresar sus sentimientos más profundos; fue productor de teatro, rapsoda actor y presentador de éxito en la televisión

En alguna pared se aprecia, pegado con basto engrudo, el cartel de la corrida que se celebraría esa tarde la Real Maestranza sevillana. Seis toros de Francisco Chica, antes Braganza, para Domingo Ortega, Luis Gómez El Estudiante y Mario Cabré, que tomaría la alternativa. Día de fiesta en la ciudad y por ello día de toros.¡Qué bonita está Sevilla! La Giralda emerge suntuosa al amanecer del primer día de octubre de 1943. El chirriar de los pájaros pone banda sonora en los aledaños de su Catedral. Es el final del veranillo de San Miguel, la ciudad alarga sus días septembrinos en honor al Arcángel. La luz irradia en la ciudad y sus gentes le dan vida con la mirada triste y retrospectiva de la incivil contienda entre hermanos, la cual trata de olvidar a toda costa.

En un hotel descansa un hombre de espíritu inquieto. Su cuerpo tal vez repose tendido en la cama de la habitación. Su mente seguro que está en otra cosa. Puede que esté ideando las faenas que sueña realizar en esta tarde de su alternativa. O tal vez imagina poemas para cantar a alguna bella mujer. Quizás recuerda textos de Zorrilla, Shakespeare o cualquier otro reputado autor teatral.

Mario Cabré, el torero que se convertirá en matador de toros, es un hombre polifacético y de múltiples inquietudes, aunque todas ellas con la sensibilidad suficiente para conmover a aquellos que quisieran acercarse a las artes. El toreo, aunque hoy se niegue, es un arte. Un arte ancestral que tiene como base un rito milenario. Un arte en el que el material que maneja el artista no es inerte. El artista para expresar tiene una materia viva que es difícil, muy difícil de moldear.

El espíritu de caballero renacentista de Mario Cabré veía en el toreo una actividad más para expresar sus sentimientos más profundos. Desde muy joven, antes de la guerra, y cuando se anunciaba Cabrerito, destacó por su manejo con la capa. Sus lances eran abandonados, desmadejados, de manos muy bajas y una expresión artística muy difícil de superar. Aquello de dio fama y por ello tuvo una carrera de vértigo, que le llevó a tomar la alternativa como matador en un escenario que muchos artistas sueñan. Era la tarde soñada para aquel poeta que sabia torear, como lo describió Jacinto Benavente, por eso Cabré se sentía torero a toda costa.

Vestido de azul y oro hizo el paseo sobre el dorado albero. A un lado Domingo Ortega, al otro Luis Gómez El Estudiante, casi . Sale el toro de la ceremonia. Se llama Negociante, de pelo negro zaino y lleva el hierro que un día perteneciera a la monarquía portuguesa. Domingo Ortega le cede muleta y estoque. El fino y polifacético torero catalán lo intenta, pero se estrella con el pobre juego de su oponente. Igual suerte corre en el sexto. Los toros no le ayudan en fecha tan importante para un torero. Eso sí, vuelve a lucir con el capote. En quites maneja el percal como si hubiera nacido en el arrabal de Triana en lugar de la Ciudad Condal. Es su mejor aval. El capote de Mario Cabré, junto con el de Pepe Luis Vázquez y Manolo Escudero, es de los mejores de su época.

Termina la corrida. Cabré vuelve al hotel. Se despoja del azul chispeante y su mente sigue soñando en mil disciplinas. Quién sabe si se sentó y escribió algún poema sobre tan marcada fecha. Unos días después, de nuevo Domingo Ortega como padrino, confirma su doctorado en Madrid. ¡Que dos compromisos en tan pocos días! De nuevo su mágico capote y sus lances de manos bajísimas impresionan al respetable.

Toreó poco las temporadas siguientes. Alternaba los ruedos con otras disciplinas. El toro es muy celoso. Para ser figura del toreo hay que estar centrado completamente en él. Para Cabré era imposible, aún así triunfo en los ruedos. En los teatros representó magistralmente el personaje de don Juan Tenorio. Se dio el caso de torear por la tarde y representar a Zorrilla por la noche.

También destacó en el cine. Su participación en la película Pandora y el holandés errante le llevo a conocer a Ava Gadner, con quien sostuvo un romance, que llevo a Frank Sinatra, en un ataque de celos, a viajar inesperadamente a Tossa de Mar, donde se rodó la película, para poner un poco de orden. No llego la sangre al río. Eso sí, Mario Cabré escribió su Dietario poético a Ava Gadner, que fue publicado en 1950. Dos años antes también fue publicada su elegía a Manolete, torero al que admiraba pese al no haber alternado nunca con él.

También fue productor de teatro, rapsoda y presentador de éxito en la incipiente televisión. Abandonó los ruedos en 1960 alternando en la Monumental de Barcelona con Antonio Bienvenida, Joaquín Bernardó y José María Clavel, estoqueando ocho toros de la ganadería de Isabel Rosa González. Ahí acabo su vida torera, aunque siempre llevó a gala haber sido matador de toros. De hecho, comentaba públicamente al final de su vida: “Sóc torero i catalá, que equival al ser dues vegades torero” [“Soy torero y catalán, que equivale al ser dos veces torero”].

Hombre polifacético, de mente inquieta y adelantado a su época. Como él mismo afirmaba convencido: “Fui poeta por inspiración divina, actor por atavismo y torero por destino, que es el que nos hace ir por caminos insospechados, queramos o no”. Una figura para recordar en estos tiempos de gentes acomplejadas y mentes cerradas. Mario Cabré, catalán, torero y actor, una figura a poner en valor hoy en día. Una mente renacentista en el cuerpo de un matador de toros catalán y español.

El Día de Córdoba (30/08/2020)


VERDE MANZANA Y ORO PARA UN ADIÓS

 


Antonio Mejías Jiménez, ‘Bienvenida’, fue un torero que marcó una época por su clasicismo, ortodoxia, profesionalidad, naturalidad y por su bonhomía aderezada con una eterna sonrisa.

Todo está dispuesto. Ha llegado la hora de poner punto y final a un camino. Cuesta trabajo, pero ha llegado el momento. Atrás quedaron sus sueños de niño, sus primeros desvelos y su anhelo de ser torero al igual que su padre y hermanos mayores. Es obvio que aquel ambiente tan taurino, donde creció, fomentó sus deseos y cultivó su afición eran los más propicios, pero si su espíritu y sus condiciones no hubieran sido favorables, no hubiera rayado a la altura que lo hizo en su carrera profesional.

Y es que, Antonio Mejías Jiménez, Bienvenida, fue un torero que marcó una época por su clasicismo, ortodoxia, profesionalidad, naturalidad y, sobre todo, por su bonhomía aderezada con una eterna sonrisa.Es mediodía. Antonio Bienvenida llega a la casa familiar en la calle General Mola, en Madrid. Allí, en la primera planta del edificio, se estableció el cuartel general de la dinastía. El torero ha descansado mejor que en las noches anteriores. Se ha levantado temprano, para a continuación desayunar con la familia y disfrutar de unos momentos con ella.

Ahora tendrá tiempo para ver crecer a sus hijos, eso sí, con la nostalgia del toro. La primera visita al llegar a la vivienda familiar es una visita obligada a la capilla. Allí deja a los pies de la réplica del Gran Poder, que mandase tallar su padre y que preside el altar, un improvisado ramo de flores. Luego atiende a los amigos, a los medios de comunicación que le requieren, para pasar pronto a la clausura de la habitación, donde permanecerá enclaustrado hasta la hora señalada.

La estancia está en penumbra. Sobre una silla el mozo de espadas ha preparado ceremonialmente las prendas previstas para el adiós. Un traje verde manzana y oro espera cobrar vida. El matador se queda solo. Por su mente van pasando, como una película, los momentos que más le marcaron en su vida. Las enseñanzas de su padre, fundador de la dinastía y llamado Papa Negro del toreo, así como la última tarde que lo vio torear antes de morir en 1964. También la faena siendo novillero a Naranjito de Antonio Pérez-Tabernero en Madrid el 18 de septiembre de 1941, donde cuajó un trasteo impresionante que hacía vislumbrar su categoría torera.

También la tarde donde su hermano Pepe lo convirtió en matador de toros el 9 de abril de 1942, previo paso por el calabozo. Para la ceremonia se preparó un encierro de Miura y los veterinarios desecharon un ejemplar. Los hermanos Bienvenida se negaron a torear si no se completaba el encierro y fueron detenidos por desacato a la autoridad. Finalmente se completó el encierro y el festejo se llevo a cabo. También recordaría los momentos de dolor, los percances, las heridas. Todo en breve será un recuerdo que permanecerá en su mente, la de un matador de toros.

Llega la hora. Vestido de verde, esta vez en tonos manzana, como tantas tardes importantes se hace presente en la puerta de cuadrillas de la Monumental madrileña. El coso está lleno a reventar. Madrid, que le adora, se ha congregado para ver a su ídolo despedirse del toreo. Seis toros seis, le esperan en chiqueros. No ha querido terna para su despedida. Antonio Bienvenida solo ante la gloria, o quién sabe, si la tragedia. Parte plaza al frente de sus cuadrillas. Se desmontera a mitad del paseíllo. La plaza aplaude de forma ensordecedora. Un sombrero cae desde el tendido a sus pies, ahí quedó el momento inmortalizado por la cámara. Es 16 de abril de 1966.

Se cambia la seda por el percal. Sin pausa se abre el oscuro toril. Primer acto del anunciado adiós. Toda la tarde es una sucesión de emociones. La tauromaquia clásica, aquella que le inculcaron desde niño, fluye de sus trebejos de torear a cada momento. El capote, suelto y de poco apresto, es manejado con elegancia en cada lance, aunque también es oportuno en los quites, así como florido y barroco en los adornos. La lidia es total. Los tres tercios tienen importancia. Luce en banderillas en el sexto, su último toro. Clavó con majeza los tres pares, el segundo brindado a la banda de música que rompió a tocar el pasodoble Gallito, cosa inusual en Madrid. Las faenas de muleta son un compendio, una enciclopedia viva de lo que debe de ser el toreo en toda su esencia. Todo ha pasado muy deprisa, aunque con intensidad.

El sexto toro ha doblado y es arrastrado por las mulas. Su hermano Pepe le desprende el añadido torero. Luego, Antonio repite el gesto con algunos miembros de su cuadrilla que han decidido también dejar la profesión. El matador se niega a ser izado en hombros. Corre presuroso hacía la puerta de cuadrillas, cuando está cerca de su objetivo, tropieza y cae. Ya es imposible. La multitud lo alza para pasearlo por las calles de Madrid hasta la calle General Mola.

Allí llega descalzo, desmadejado, destrozado. Ha sido su adiós a los toros. En una silla, manchado y sudado, pero lleno de torería, queda un vestido que ha sido fiel testigo de un hecho irrepetible que ha marcado una fecha en la historia del torero.

El Día de Córdoba (23/08/2020)

 


LA VIDA EN TORNO A UN NAZARENO Y AZABACHE

 


En abril de 2016, Manuel Escribano realizó una faena antológica a Cobradiezmos, un toro de la ganadería de Victorino Martín que fue indultado para hacer honor a su especie.

Sevilla en primavera es una explosión para los sentidos. Los contrastes tan marcados, en la cultura de los pueblos que baña el Mediterráneo, se acrecientan cuando rompe la primavera en todo su esplendor. Atrás ha quedado la más sacra de las semanas. El perfume de azahar e incienso ha perfumado las calles de la vieja Hispalis, para mayor esplendor de la ciudad. Quince días han pasado desde que los penitentes de la torera cofradía de San Bernardo, nazareno y negro sus hábitos, hayan caminado de forma solemne por la urbe, en perfecta formación, como si de un paseíllo en la Real Maestranza se tratara.

Quince días han pasado. La penitencia y el drama pasionista han quedado atrás. Sevilla sigue siendo esplendorosa. Los días son aún más radiantes. El drama y la muerte han dado paso a la vida y a la gloria. En el ferial la gente se divierte. Es miércoles, 13 de abril de 2016. En un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. La responsabilidad pesa. A pesar de estar curtido en mil batallas, el compromiso a cumplir debe de ser un punto de inflexión en su carrera. Atrás quedaron los años duros, esos que marcan al hombre y al espíritu.

Manuel Escribano sueña tocar la gloria. Demostrarle a Sevilla, y a todo el planeta toro, que el éxito ante Datilero, de Miura, no fue fruto de la casualidad, ni de la fortuna, sino el resultado de muchos años de sacrificio y travesía por un desierto, árido y repleto de desolaciones, que en lugar de minar su moral, hacían que ésta creciera cada vez más, esperando el momento deseado.

Los nervios pesan. En el estomago se mueven mil cosas. El deber a cumplir no es solamente matar dos toros. El deber es además lucir y hacer sentir a todos los que te ven. Sobre la silla, improvisado altar, espera un terno de estreno. Para la ocasión, Escribano se ha hecho coser un vestido de terciopelo color nazareno, con su característico bordado de plumas de escribano en negros azabaches y morillas. Santos, el sastre, ha realizado una obra de arte. Sobrio, como un hábito de penitente, pero a la vez hermoso y elegante.

Ha llegado la hora. El matador se enfunda el traje. Poco a poco el hombre se va vistiendo de héroe, porque el torero es el último ídolo de la clásica cultura mediterránea en un rito ancestral en que la muerte, y también la vida, son protagonistas de un ceremonial que se pierde en el tiempo. Los nervios se quedan en la habitación. La suerte está echada. Pasará lo que el destino tenga dispuesto. La sangre o la gloria. La vida o la muerte. El triunfo o el fracaso. Polos antagónicos pero a la vez complementarios.

Los toros pertenecen al legendario hierro de Albaserrada, hoy propiedad de Victorino Martín, quien ha mejorado notablemente los añejos Saltillos del marqués. El toro de Victorino no tiene medias tintas. O es bravo y noble, o es vivaracho y de rústico carácter. Escribano no ha tenido suerte con el primero de su lote. Mil cosas pasaran por su cabeza en una tarde de tanto compromiso. El tercero de la suelta sale bravo. Su matador, Paco Ureña, lo desoreja por partida doble tras una buena faena.

Toca el turno de nuevo a Escribano. Es su última baza. Cruza solemnemente el ruedo. Despacio, hierático, como los nazarenos de San Bernardo quince días antes cruzaron Sevilla. Se postra de rodillas ante el portón de los miedos. Es la hora. Recibe a su oponente con una larga cambiada, a la que siguen lances despaciosos con el capote. El toro se llama Cobradiezmos, lleva el número 37. Luce el típico pelo cárdeno de su casta. Muestra su bravura en el tercio de varas. En la segunda se arranca con alegría a la cabalgadura que monta el picador Chicharito.

Escribano se luce con los rehiletes. Sobriamente clava los palos, jugándose el físico en un inverosímil par al quiebro en terrenos de dentro. Brinda al público. Una mano firme comienza a modelar, como si de una pella de arcilla se tratase, aquellas embestidas indómitas para crear una obra monumental. Poderosos y barrocos los muletazos de recibo. El toro muestra su bravura, su afán de pelea. El torero, su poder. El toreo brota como el agua en una fuente serrana. Puro, cristalino y fresco.

José Manuel Tristán ordena a su banda de Tejera que ataque los compases del pasodoble Fiesta taurina, obra del músico cordobés José de la Vega. Sus acordes elevan el espíritu y complementan el toreo que el hombre traza sobre el albero maestrante, todo en sintonía con la bravura indomable y noble del tótem ibérico por excelencia. La conjunción es total. Queda la rúbrica con el acero. Pero el destino, o la divina providencia, han dispuesto que la vida venza a la muerte.

El toro, bravo de veras, no merece la muerte. Tiene que perpetuar la vida y hacer honor a su especie. El público es sabio. La presidencia justa. Cobradiezmos vuelve con vida al campo. El que debiera ser su matador ha tocado la gloria. Incrédulo del momento, solo muestra la sonrisa franca de aquel que sabe de la dureza del toreo. Hoy, 13 de abril de 2016, ha hecho historia escribiendo una página de oro en la historia del toreo.

El Día de Córdoba (16/08/2020)

 

 


8/10/2020

ENTRAR EN LA HISTORIA DE AZUL MARINO Y ORO

 

José Cubero ‘Yiyo’ fue un torero salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda de Madrid y que encontró la muerte en la plaza de Colmenar Viejo una tarde de 1985

Agosto toca a su fin. Sus días han pasado para el mundo del toro fugazmente. Jornadas de ajetreo, de largos viajes, de pocas horas de descanso. Los toreros torean más que en ningún mes del año. Las fiestas se concentran en los días de estío. En España, la fiesta no se concibe sin toros. El rito ancestral se repite de forma mecánica todos los días. La misma liturgia, pero cada jornada con guion distinto. Unos días se toca la gloria. En otros, la tragedia. El triunfo y el dolor. Dos polos opuestos y a la vez tan complementarios en una fiesta que vive cada agosto su cenit anual.

Un coche vuelve de Calahorra a altas horas de la mañana. Es agosto de 1985. En él viaja un torero de prometedor futuro. Un valor en alza que busca su consolidación en el escalafón de primeras espadas. Es joven, son apenas veintiún años los que han pasado desde que vio la luz primera en Burdeos. Es José Cubero, al que apodan Yiyo. Un torero emergente salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda, de Madrid. A pesar de su bisoñez, ya ha saboreado las mieles del triunfo. Descerrajó la Puerta Grande de la Monumental de las Ventas en dos ocasiones y su toreo profundo, largo, dominador, de gran valor y no exento de arte, no pasaba desapercibido entre lo más exigente de la afición, así como para aquel espectador puntual que acude, buscando diversión en las fiestas, a los tendidos de la plazas de toros.

El día rompe tras el largo y agotador viaje. En la modesta casa de Canillejas, barrio obrero de Madrid, suena el teléfono. Es Tomás Redondo, apoderado del torero, que le comunica que esa tarde volverá a partir plaza en Colmenar Viejo. El contrato, las cosas del destino, ha llegado por la vía de la sustitución. Curro Romero, el Faraón, ha presentado dos partes médicos aduciendo una lesión cervical que le imposibilitan para cumplir el contrato firmado. El Yiyo se ilusiona con la corrida. Un triunfo a las puertas de Madrid puede suponer el aldabonazo definitivo y coger de una vez por todas la senda para tener en sus manos el cetro del torero.Es joven y vital. De hecho toma su flamante BMW blanco y conduce hasta la sastrería de toreros de Fermín. Allí, Manuel, maestro de la aguja taurina, le prueba un terno azul marino y oro. El mismo que vistió la aciaga tarde de Pozoblanco, donde Paquirri alcanzó la gloria y con el que dio muerte al toro asesino. Su fiel mozo de espadas, el recordado Juan Bellido Chocolate, envió el vestido a la sastrería para cambiar delanteros y puntos. Ha quedado como de estreno y Yiyo decide vestirlo esa tarde en Colmenar. El botones de la casa lo lleva hasta el vehículo donde viaja hasta su último destino.

El azul marino y oro está dispuesto en la silla de una fría habitación de un hotel de Miraflores de la Sierra. Llegada la hora. El fiel mozo de espadas viste al matador. El torero se siente a gusto con él. Llega feliz al patio de cuadrillas. Su juventud y vitalidad contrasta con el aplomo y seriedad de sus compañeros. Uno, Antoñete, el viejo maestro que vive una segunda juventud. Otro, José Luis Palomar, espada soriano, de seco valor y tauromaquia serena. Los tres hacen el paseo. En chiqueros, seis toros de Marcos Nuñez para alcanzar la gloria y el triunfo.

La corrida transcurre con normalidad. Antoñete lució con su primero, con el que dio la vuelta al ruedo. Su segundo no sirvió. Todo quedó en cariñosas palmas. Palomar no pudo hacer nada en su primero, al que el respetable protestó por falta de fuerzas. Cortó una oreja en su segundo tras una faena de su sello. José Cubero el Yiyo no pudo brillar en su primero, un animal brusco y poco colaborador. Aún quedaba un último cartucho.

La corrida tocaba a su fin. Sale Burlero, último de la suelta. Lleva el número 24 y es negro girón. Llama al público la atención lo baja que lleva la divisa cuatricolor, así como lo astifino de sus pitones. Es bravo en el caballo, donde el picador Rafael Atienza brilla con la vara. Queda en manos de su matador, quien inicia el trasteo con intensos muletazos por bajo, alargando sus embestidas. La faena es un dechado de perfección. El toreo es majestuoso, poderoso y brillante. Los pases de pecho, monumentales. El torero se abandona a sí mismo para alcanzar la perfección. Llega el momento final. Tan bella obra precisa de certera rúbrica. El estoque tropieza en hueso. Se repite la escena. Esta vez la espada se pierde en el hoyo de las agujas. Burlero, con la muerte enterrada en su morrillo, embiste ciegamente y tropieza a su matador. Una vez en el suelo, su astifino pitón izquierdo se pierde en el cuerpo del matador.

El toro lo levanta. Yiyo logra desprenderse del pitón. Dos pasos, el corazón roto y unas palabras a su peón de confianza: “Pali, este toro me ha matado”. El color se quiebra y la mirada se vidria. Todos corren a la enfermería. Es inútil. Yiyo, la más firme promesa de su época, entra en la historia y en la posteridad a través de la muerte. De todo ha sido testigo un terno. Azul marino y oro que hoy descansa en una vitrina del Museo Taurino de Madrid.

El Día de Córdoba (9/8/2020)

 


8/03/2020

TERCIOPELO NAZARENO Y ORO, PRENDA CEREMONIAL


Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Es el traje escogido por Rafael González 'Chiquilín' para su alternativa

Córdoba siempre vivió épocas de esplendor en la historia del toreo. Cierto que en ocasiones, muchas y frecuentes, se atraviesa por un desierto mustio y triste. Es cuando la Córdoba taurina se sumerge en la profunda sima, de donde siempre, y periódicamente, suele salir con fuerza. Muchos años habían pasado desde que Manuel Benítez el Cordobés hubiera estremecido los cimientos de la tauromaquia. Desde su marcha, Córdoba había quedado sola, triste, sin un estandarte que enarbolar en el toreo. Ni Agustín Parra Parrita con su personalidad y buen estilo, ni tampoco la valentía y honradez de Fermín Vioque, doctorados en tauromaquia en 1976 y 1984 respectivamente, habían conseguido que Córdoba despertara de su desidia.

Tuvo que llegar la década de los noventa. En ella, dos jóvenes de la tierra revolucionaron, y de qué manera, el panorama taurino cordobés. Uno, con una cabeza privilegiada a pesar de su juventud, y unas formas toreras fundamentadas en el toreo clásico. Otro, valeroso y valiente, vertical y personal. Dos polos contrapuestos, pero que se atraían entre sí, formando una pareja novilleril que partió a la Córdoba taurina, y no tan taurina, en dos bandos rivales e irreconciliables.

El primero de ellos, Juan Serrano de nombre, Finito de Córdoba de apodo, había alcanzado el grado de matador de toros un año antes. Es 1992. El año en que España fue referente mundial por dos acontecimientos extraordinarios: la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos en la ciudad condal de Barcelona. La primera sobre todo, había cambiado mucho a Córdoba. Fue el año del tren de alta velocidad, el llamado AVE. Se podía viajar a Sevilla por una autovía que acortaba la distancia entre las dos ciudades, lo que hacía que ir hacía la vieja Hispalis, o viajar hasta la ciudad califal, se hiciese en un tiempo hasta entonces imaginable.

Córdoba comienza a vivir su mes de mayo. La Expo queda en un segundo plano. En esa semana feriada los cordobeses no viajan a Sevilla. El día 27 de mayo, sí son muchos los sevillanos que viajan a Córdoba. Vienen a venerar a Curro Romero, viejo Faraón del toreo, que acude a la tierra de Los Califas a convertir en matador de toros a un joven torero de la tierra, que posee condiciones importantes para ser “gente” en el mundo del toro y así volver a reeditar la competencia novilleril con su rival, Finito de Córdoba.

Sobre una silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Está cosido por el afamado sastre de toreros Fermín. Está confeccionado con terciopelo de Lyon color nazareno. Los hilos de oro dibujan sobre su hechura barroquizantes dibujos de piñas y ornamentación vegetal. Es el traje escogido por Rafael González Chiquilín para su alternativa. El ser humano para las grandes ceremonias suele escoger sus mejores galas. Rafael no lo ha dudado. Ha roto la tradición de vestir de blanco en tan señalado día. En su memoria quedó grabado el primer chispeante de luces que vistió el día de su presentación en público. Era un viejo nazareno y oro prestado por un compañero de la Escuela Taurina de Córdoba. Por eso, siempre lo llevó en su cabeza. El día que tomará la alternativa, no vestiría de blanco. Lo haría de nazareno, en recuerdo a aquel traje con el que vivió sus primeros desvelos toreros.

Ya está enfundado en la sofisticada prenda. Su cuerpo torero se ha adaptado a ella como un guante. Está en el patio de cuadrillas. A su lado ya no están dos chavales que quieren ser toreros. A derecha e izquierda están dos nombres consagrados. Uno, el Faraón, Curro, capaz de lo mejor y de lo peor. Como testigo un joven Julio Aparicio, capaz de romper los tiempos con su toreo de sonidos oscuros de reminiscencias flamencas de las fraguas del arrabal de Triana. Se parte plaza. La suerte está echada.

Salta el toro a la arena. Lleva el hierro de la estrella. Indica su procedencia de Jandilla. Es negro mulato y bragado. Canalla es su nombre. Chiquilín lo pasa de capote con su personal estilo. Curro Romero, en presencia de Aparicio, le cede los trebejos de torear, y con ellos el grado de matador de toros. Rafael cumple su sueño, ya es torero. Nada más y nada menos que vestido de nazareno y oro.

La faena luce con los tonos sepias del toreo que gusta en Córdoba. Vertical como la torre de la Catedral, solemne como la tarde del Jueves Santo en la que Jesús Caído baja desde San Cayetano, vibrante como todo lo que brota del alma. La obra está hecha. La rúbrica de la espada es perfecta. Uno de los pitones de Canalla golpea la pierna del espada. No se ve en el traje deterioro alguno. Chiquilín saborea los éxitos que rubrica en su segundo toro. De vuelta al hotel, el dolor se agudiza en la pierna.

El nazareno del traje no está desgarrado, pero la piel, sí. Al éxito se le une el dolor. El torero tiene que ser operado de una silenciosa cornada. En un rincón de la habitación, también silencioso, queda el traje de la ceremonia. Una segunda piel de tonos violetas y dorados bordados que ha sido testigo de las dos caras de la fiesta. La gloria y el dolor.

El Día de Córdoba (02/08/2020)


7/27/2020

RENOVARSE O MORIR: LOS DILEMAS DE LA TAUROMAQUIA



Es el propio mundo del toro, desde su interior, quien tiene que marcar las pautas a seguir para obtener la vuelta del gran público a las plazas y el respeto de la sociedad

Nos está tocando vivir un tiempo convulso. Si ya todo estaba enredado, este virus que nos asola ha venido a complicarlo todo aún más. Nuestra sociedad se tambalea. No estaba preparada para encajar toda esta pesadilla, en forma de pandemia, y que ha dejado al aire muchas vergüenzas de esta sociedad cada vez más globalizada y carente de valores. Tras unos duros meses de confinamiento, parálisis económica, colapso sanitario y muchas muertes, veladas u ocultadas, por esta sociedad espuria y aséptica, nos hemos encontrado con un periodo pomposamente nombrado como "nueva normalidad", en el que se nos dijo que íbamos a salir más fuertes, cuando en realidad estamos igual que antes de que la pesadilla comenzase a marcar nuestro mundo de vida.
Y es que esta denominada nueva normalidad está sirviendo para demostrar que poco ha cambiado. Seguimos siendo igual de vulnerables y nuestro instinto de supervivencia hace que nos miremos en exceso el ombligo en lugar de afrontar la situación de una manera responsable y solvente. Nada va a ser igual que antes, no cabe duda. De nosotros depende de buscar unos parámetros de vida para hacer más viables, los nuevos tiempos que nos va a tocar vivir.
Antonio Díaz-Cañabate, crítico taurino de referencia, escribió que los toros son fiel reflejo de la sociedad en la que vivimos. La verdad es que no le faltaba razón a tan reputado escritor y abogado madrileño. Antes de toda esta pesadilla, la fiesta mostraba infinidad de pecados, así como hacerse cada vez más vulnerable a los ataques recibidos. La endogamia del sistema que la maneja ha hecho que, poco a poco, el gran público, el que verdaderamente la sustenta, se vaya alejando de ella por infinidad de causas.
Ese alejamiento del gran público –la diversidad de actividades de ocio ha hecho que muchos se inclinen por otros espectáculos más novedosos– hace que la fiesta de toros haya entrado en una profunda sima, de la que se saldrá únicamente si todos los que forman parte del entramado taurino reman en la misma dirección.El verdadero sostén de la fiesta son los aficionados. Sin ellos, el espectáculo está muerto. El rito pervivirá, pero la fiesta popular, la que es del pueblo, desaparecerá si ese aficionado no vuelve a las plazas de toros. ¿Qué ha motivado al gran público a desertar? Las respuestas pueden ser varias, pero fundamentalmente se podrían resumir en cuatro o cinco ideas que son muy básicas.
La primera de ellas puede ser la falta de promoción. La fiesta hoy no se impulsa como debiera. La promoción de los festejos peca de falta de adaptación a nuestros tiempos. Se sigue publicitando como hace cincuenta años. La novedad no está en marquesinas, ni paneleando autobuses. La promoción tiene que ser actual. Adaptarse a los medios audiovisuales y contad con la televisión, ya sea pública o privada, mostrando una fiesta cercana a la sociedad.
La falta de renovación es otro de los pecados de la fiesta en la actualidad. Los carteles, montados por el trust empresarial sin pensar en el público, han hecho que el espectáculo a ofrecer peca en demasía de añejo y acartonado. Hay que abrir las combinaciones de nombres, así como potenciar los festejos menores, con el objeto de buscar un relevo natural al actual escalafón de matadores que cada vez está más cerrado y envejecido. La falta de integridad también hace daño a la fiesta y con ello al espectáculo. La corrida debe de tener vida y eso se incrementaría con un toro íntegro y variado en su selección. La endogamia ganadera ha hecho que las corridas sean tan previsibles que se ha perdido el factor sorpresa. El espectáculo taurino es caro, y si esa falta de versatilidad e integridad sigue latente, hace que muchos espectadores, ante la monotonía, no vuelvan a acudir a una plaza de toros.
Expuestos estos puntos, cabe hacerse una pregunta ¿Quién puede dar solución a todo para renovar la fiesta? La respuesta está clara. Es el propio mundo del toro, desde su interior, quien tiene que marcar las pautas a seguir para obtener dos premisas fundamentales. Una, la vuelta del gran público a las plazas. Y la otra, el respeto de una sociedad y de una clase política que atacan a la fiesta, ya que palpan la crisis de la tauromaquia en estos tiempos. Son los taurinos quienes deben de trabajar. Renovando desde dentro se conseguirían muchas cosas. Están bien los paseos para defender la fiesta, pero está mal no organizar festejos, como tampoco presionar a los estamentos gubernamentales para hacer ver que la tauromaquia sigue siendo el segundo espectáculo de masas del país.
Es el mundo del toro quien tiene que hacerse respetar. Es la única manera de ser escuchados. Es triste lo que estamos viviendo estos días. La marginación de los derechos de unos trabajadores por el mero hecho de ser profesionales del mundo del toro. El Gobierno está negando unas ayudas a unos trabajadores que aportan a las arcas del Estado más de lo que de ellas reciben. Precisamente ahora. Un Gobierno que dice defender los derechos de la clase obrera y los trabajadores está marginando por ideología a todo un sector, como el taurino. Se le está negando una prestación que le corresponde por justicia. El sectarismo está dejando al aire el cinismo e hipocresía de nuestros gobernantes.

7/19/2020

DE PÁLIDO ROSA Y AZABACHE, UNA PIEL PARA LA GLORIA



Alejado de todo, recluido en una habitación de un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. Es la fecha señalada. Finito de Córdoba se enfrentará en su plaza y ante su público a una nueva gesta



Córdoba bulle en el colofón de su Mayo Festivo. La feria en honor de Nuestra Señora de la Salud pone el broche de oro a la primavera ociosa de la ciudad califal. Es sábado. No es un día cualquiera. Es el día grande la feria. Córdoba está desatada. Los colores reviven cuando el sol luce en todo lo alto del cielo. Es mediodía y el azul que sirve como techo a la ciudad destaca sobre todas las cosas. En El Arenal el amarillo del albero se hace igualmente más intenso. Las verdosas aguas del viejo Betis, rompen en espuma aguamarina bajo los puentes por los que las gentes acuden al recinto ferial. Todo es color. La policroma paleta de un pintor no sería suficiente para plasmar el reflejo de una ciudad, que vive el último día de un mes festivo por excelencia.
Alejado de todo, recluido en una habitación de un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. Es la fecha señalada. Finito de Córdoba se enfrentará en su plaza y ante su público a una nueva gesta. Ya la ha afrontado en otras ocasiones, pero la de hoy es especial. El estilista torero cordobés, no importa donde se nace, sino de donde uno viene y lo de lo que uno está orgulloso, lidiará y estoqueará seis toros en solitario. Callado, rodeado de los suyos, vela y contempla la silla, donde delicadamente su mozo de espadas ha dispuesto el traje que estrenará para la ocasión y que ha sido cosido por las manos de Santos, uno de los más prestigiosos sastres taurinos del país. Un terno rutilante, original, hermoso. Un traje poco usual. Un vestido que combina un tono pastel y delicado, con abalorios sobrios en negros azabaches y sedas. Es la segunda piel que lucirá el héroe en una tarde significativa en su vida y en su carrera. Ha sido el gusto de una gran mujer, la suya, la que ha dispuesto una combinación tan extraña, como hermosa. Acierto pleno de Arancha del Sol en la elección. Ha llegado la hora de revestirse para la gesta. Un traje de color rosa pálido y azabache comienza a cobrar vida cuando es vestido por el torero.
Suenan las notas del pasodoble. La puerta de cuadrillas se abre. Sus hojas de par en par indican el camino. El drama comienza. La gloria o la tragedia. Todo puede ocurrir. No hay nadie a derecha, tampoco a izquierda. Es el momento en que el hombre está solo. Aunque la tropa torera viene por detrás, la soledad se hace presente a cada paso. El colorido, como en la feria, estalla en su plenitud. El original vestido del matador luce esplendoroso. Se cambia la seda, también de estreno, por el percal. Comienza la liturgia del toreo.
Salta a la arena el primer toro. Finito abre su capote y dibuja unos lances de ensueño. Acaricia con sus vuelos las embestidas del animal, las acaricia con mimo y el rosado percal simula ser el paño con el que la Verónica enjugo el rostro del Nazareno. Cuentan, quienes vieron esos lances, que es imposible conjugar belleza y dominio con tanta naturalidad, cosa inverosímil hecha realidad y que por ello jamás se borrará de sus retinas. El festejo caminaba con luces de menor o mayor brillo. Los asistentes se divertían. El toreo caro y de notable empaque se hacía presente, pese al desigual juego de los toros lidiados.
Saltó el cuarto toro a la arena. Lleva el hierro de Domingo Hernández. Su nombre Bondadoso está marcado con el número 5, es negra su capa. Juan Serrano lo saludó con su personal y clásico toreo de capote. La media de remate resultó una talla barroca de Juan de Mesa. Rota y desgarrada. Poca fuerza la del toro, que quiso pelear con bravura en el caballo. Sutiles capotazos de Curro Molina. El toro pasa a manos de Finito. Brinda, lo que a la postre sería una faena histórica, al guitarrista Vicente Amigo. Las trincherillas inicio de la faena resultaron pinceladas de color, pinceladas estás que comenzaron a fraguar una obra maestra. El toreo brotó por sí solo. Al natural, con verdad, todo templado y hondo. El lienzo comenzaba a tomar forma, el color del toreo clásico y ortodoxo estaba presente.
El animal crecía y crecía. Su instinto natural de pelea le llevaban a no renunciar jamás a la lucha. Ante él, Finito con trazo dominador y decidido, cincelaba las embestidas al igual que un orfebre da vida al metal. El público vibra, pide que se le perdone al toro la vida. El palco se hace de rogar. Finalmente accede al clamor de todos los presentes. El animal vuelve con vida a los corrales y su frustrado matador saborea la gloria.
Todo acaba. Las gentes toman en hombros al torero. Lo pasean por el redondel y así lo sacan por la puerta principal del coso. Luego en la habitación del hotel todo vuelve a la normalidad, eso sí, la satisfacción de haber culminado un suceso histórico es plena. En la silla, húmedo por el sudor y manchado de sangre y albero, reposa un traje. Pálido su rosa y sobrio su bordado azabache. Una piel para la gloria.