Alejado de todo, recluido en
una habitación de un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. Es la fecha
señalada. Finito de Córdoba se enfrentará en su plaza y ante su público a una
nueva gesta
Córdoba bulle en el colofón de su Mayo
Festivo. La feria en honor de Nuestra Señora de la Salud pone el broche de oro
a la primavera ociosa de la ciudad califal. Es sábado. No es un día cualquiera.
Es el día grande la feria. Córdoba está desatada. Los colores reviven cuando el
sol luce en todo lo alto del cielo. Es mediodía y el azul que sirve como techo
a la ciudad destaca sobre todas las cosas. En El Arenal el amarillo del albero
se hace igualmente más intenso. Las verdosas aguas del viejo Betis, rompen en
espuma aguamarina bajo los puentes por los que las gentes acuden al recinto
ferial. Todo es color. La policroma paleta de
un pintor no sería suficiente para plasmar el reflejo de una ciudad,
que vive el último día de un mes festivo por excelencia.
Alejado de todo, recluido en una
habitación de un hotel de la ciudad, un torero vela sus armas. Es la fecha
señalada. Finito de Córdoba se
enfrentará en su plaza y ante su público a una nueva gesta.
Ya la ha afrontado en otras ocasiones, pero la de hoy es especial. El estilista
torero cordobés, no importa donde se nace, sino de donde uno viene y lo de lo
que uno está orgulloso, lidiará y estoqueará seis toros en solitario. Callado,
rodeado de los suyos, vela y contempla la silla, donde delicadamente su mozo de
espadas ha dispuesto el traje que estrenará para la ocasión y que ha sido
cosido por las manos de Santos, uno de los más prestigiosos sastres taurinos del país.
Un terno rutilante, original, hermoso. Un traje poco usual. Un vestido que
combina un tono pastel y delicado, con abalorios sobrios en negros azabaches y
sedas. Es la segunda piel que lucirá el héroe en una tarde significativa en su
vida y en su carrera. Ha sido el gusto de una gran mujer, la suya, la que ha
dispuesto una combinación tan extraña, como hermosa. Acierto pleno de Arancha
del Sol en la elección. Ha llegado la hora de revestirse para la gesta. Un
traje de color rosa pálido y azabache comienza a cobrar vida cuando es vestido
por el torero.
Suenan las notas del pasodoble. La puerta
de cuadrillas se abre. Sus hojas de par en par indican el camino. El drama
comienza. La gloria o la tragedia. Todo puede ocurrir. No hay nadie a derecha,
tampoco a izquierda. Es el momento en que el hombre está solo. Aunque la tropa torera viene por detrás,
la soledad se hace presente a cada paso. El colorido, como en la
feria, estalla en su plenitud. El original vestido del matador luce
esplendoroso. Se cambia la seda, también de estreno, por el percal. Comienza la
liturgia del toreo.
Salta a la arena el primer toro. Finito
abre su capote y dibuja unos lances de ensueño. Acaricia con sus vuelos las
embestidas del animal, las acaricia con mimo y el rosado percal simula ser el
paño con el que la Verónica enjugo el rostro del Nazareno. Cuentan, quienes
vieron esos lances, que es imposible conjugar belleza y dominio con
tanta naturalidad, cosa inverosímil hecha realidad y que por ello jamás se
borrará de sus retinas. El festejo caminaba con luces de menor o mayor brillo.
Los asistentes se divertían. El toreo caro y de notable empaque se hacía
presente, pese al desigual juego de los toros lidiados.
Saltó el cuarto toro a la arena. Lleva el
hierro de Domingo Hernández. Su nombre Bondadoso está marcado con
el número 5, es negra su capa. Juan Serrano lo saludó con su personal y clásico toreo de capote.
La media de remate resultó una talla barroca de Juan de Mesa. Rota y
desgarrada. Poca fuerza la del toro, que quiso pelear con bravura en el
caballo. Sutiles capotazos de Curro Molina. El toro pasa a manos de Finito.
Brinda, lo que a la postre sería una faena histórica, al guitarrista Vicente
Amigo. Las trincherillas inicio de la faena resultaron pinceladas de color,
pinceladas estás que comenzaron a fraguar una obra maestra. El toreo brotó por
sí solo. Al natural, con verdad, todo templado y hondo. El lienzo comenzaba a
tomar forma, el color del toreo clásico y ortodoxo estaba presente.
El animal crecía y
crecía. Su instinto natural de pelea le llevaban a no renunciar jamás a
la lucha. Ante él, Finito con trazo dominador y decidido, cincelaba las
embestidas al igual que un orfebre da vida al metal. El público vibra, pide que
se le perdone al toro la vida. El palco se hace de rogar. Finalmente accede al
clamor de todos los presentes. El
animal vuelve con vida a los corrales y su frustrado
matador saborea la gloria.
Todo acaba.
Las gentes toman en hombros al torero. Lo pasean por el redondel y así lo sacan
por la puerta principal del coso. Luego en la habitación del hotel todo vuelve
a la normalidad, eso sí, la satisfacción de haber culminado un suceso histórico
es plena. En la silla, húmedo por el sudor y manchado de sangre y albero,
reposa un traje. Pálido su rosa y
sobrio su bordado azabache. Una piel para la gloria.
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