Sobre una silla en un hotel de
la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido de torear. Es el traje
escogido por Rafael González 'Chiquilín' para su alternativa
Córdoba siempre
vivió épocas de esplendor en la
historia del toreo. Cierto que en ocasiones, muchas y
frecuentes, se atraviesa por un desierto mustio y triste. Es cuando la Córdoba
taurina se sumerge en la profunda sima, de donde siempre, y periódicamente,
suele salir con fuerza. Muchos años habían pasado desde que Manuel
Benítez el Cordobés hubiera
estremecido los cimientos de la tauromaquia. Desde su marcha, Córdoba había quedado sola, triste,
sin un estandarte que enarbolar en el toreo. Ni Agustín Parra Parrita con su personalidad y buen
estilo, ni tampoco la valentía y honradez de Fermín Vioque, doctorados en
tauromaquia en 1976 y 1984 respectivamente, habían conseguido que Córdoba
despertara de su desidia.
Tuvo que
llegar la década de los noventa. En ella, dos jóvenes de la tierra revolucionaron, y de qué
manera, el panorama taurino cordobés. Uno, con una cabeza privilegiada a pesar
de su juventud, y unas formas toreras fundamentadas en el toreo clásico. Otro,
valeroso y valiente, vertical y personal. Dos polos contrapuestos, pero que se
atraían entre sí, formando una pareja novilleril que partió a la Córdoba
taurina, y no tan taurina, en dos bandos rivales e irreconciliables.
El primero
de ellos, Juan Serrano de nombre,
Finito de Córdoba de apodo, había alcanzado el grado de matador
de toros un año antes. Es 1992. El año en que España fue referente mundial por
dos acontecimientos extraordinarios: la Exposición Universal de Sevilla y los
Juegos Olímpicos en la ciudad condal de Barcelona. La primera sobre todo, había
cambiado mucho a Córdoba. Fue el año del tren de alta velocidad, el llamado
AVE. Se podía viajar a Sevilla por una autovía que acortaba la distancia entre
las dos ciudades, lo que hacía que ir hacía la vieja Hispalis, o viajar hasta
la ciudad califal, se hiciese en un tiempo hasta entonces imaginable.
Córdoba comienza a
vivir su mes de mayo. La Expo queda en un segundo plano. En esa semana feriada
los cordobeses no viajan a Sevilla. El día 27 de mayo, sí son muchos los
sevillanos que viajan a Córdoba. Vienen a venerar a Curro Romero, viejo Faraón
del toreo, que acude a la tierra de Los Califas a convertir en matador de toros
a un joven torero de la tierra, que posee condiciones importantes para ser
“gente” en el mundo del toro y así volver a reeditar la competencia novilleril
con su rival, Finito de Córdoba.
Sobre una
silla en un hotel de la ciudad espera, para ser vestido, un rutilante vestido
de torear. Está cosido por el afamado sastre de toreros Fermín. Está
confeccionado con terciopelo de Lyon color nazareno. Los hilos de oro dibujan
sobre su hechura barroquizantes dibujos de piñas y ornamentación vegetal. Es el
traje escogido por Rafael
González Chiquilín para su alternativa. El ser
humano para las grandes ceremonias suele escoger sus mejores galas. Rafael no
lo ha dudado. Ha roto la tradición de vestir de blanco en tan señalado día. En
su memoria quedó grabado el primer chispeante de luces que vistió el día de su
presentación en público. Era un viejo nazareno y oro prestado por un compañero
de la Escuela Taurina de Córdoba. Por eso, siempre lo llevó en su cabeza. El
día que tomará la alternativa, no vestiría de blanco. Lo haría de nazareno, en
recuerdo a aquel traje con el que vivió sus primeros desvelos toreros.
Ya está
enfundado en la sofisticada prenda. Su cuerpo torero se ha adaptado a ella como
un guante. Está en el patio de cuadrillas. A su lado ya no están dos chavales
que quieren ser toreros. A derecha e izquierda están dos nombres consagrados.
Uno, el Faraón, Curro, capaz de lo mejor y de lo peor. Como testigo un joven Julio Aparicio,
capaz de romper los tiempos con su toreo de sonidos oscuros de reminiscencias
flamencas de las fraguas del arrabal de Triana. Se parte plaza. La suerte está
echada.
Salta el
toro a la arena. Lleva el hierro de la estrella. Indica su procedencia de
Jandilla. Es negro mulato y bragado. Canalla es su nombre. Chiquilín lo pasa de capote con su personal estilo.
Curro Romero, en presencia de Aparicio, le cede los trebejos de torear, y con
ellos el grado de matador de toros. Rafael cumple su sueño, ya es torero. Nada
más y nada menos que vestido de nazareno y oro.
La faena
luce con los tonos sepias del toreo que gusta en Córdoba. Vertical como la
torre de la Catedral, solemne como la tarde del Jueves Santo en la que Jesús
Caído baja desde San Cayetano, vibrante como todo lo que brota del alma. La
obra está hecha. La rúbrica de la espada es perfecta. Uno de los pitones de
Canalla golpea la pierna del espada. No se ve en el traje deterioro alguno.
Chiquilín saborea los éxitos que rubrica en su segundo toro. De vuelta al
hotel, el dolor se agudiza en la pierna.
El nazareno
del traje no está desgarrado, pero la piel, sí. Al éxito se le une el dolor. El
torero tiene que ser operado de una silenciosa cornada. En un rincón de la
habitación, también silencioso, queda el traje de la ceremonia. Una segunda
piel de tonos violetas y dorados bordados que ha sido testigo de las dos caras
de la fiesta. La gloria y el dolor.
El Día de Córdoba (02/08/2020)
No hay comentarios:
Publicar un comentario