José Cubero ‘Yiyo’ fue un
torero salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda de Madrid y que encontró la
muerte en la plaza de Colmenar Viejo una tarde de 1985
Agosto toca a su fin.
Sus días han pasado para el mundo del toro fugazmente. Jornadas de ajetreo, de
largos viajes, de pocas horas de descanso. Los toreros torean más que en ningún
mes del año. Las fiestas se concentran en los días de estío. En España, la
fiesta no se concibe sin toros. El rito ancestral se repite de forma mecánica
todos los días. La misma liturgia, pero cada
jornada con guion distinto. Unos días se toca la gloria. En
otros, la tragedia. El triunfo y el dolor. Dos polos opuestos y a la vez tan
complementarios en una fiesta que vive cada agosto su cenit anual.
Un coche
vuelve de Calahorra a altas horas de la mañana. Es agosto de 1985. En él viaja un
torero de prometedor futuro. Un valor en alza que busca su consolidación en el
escalafón de primeras espadas. Es joven, son apenas veintiún años los que han
pasado desde que vio la luz primera en Burdeos. Es José Cubero, al que apodan
Yiyo. Un torero emergente salido de la Escuela Taurina Marcial Lalanda, de
Madrid. A pesar de su bisoñez, ya ha saboreado las mieles del triunfo.
Descerrajó la Puerta Grande de la Monumental de las Ventas en dos ocasiones y
su toreo profundo, largo, dominador, de gran valor y no exento de arte, no
pasaba desapercibido entre lo más exigente de la afición, así como para aquel
espectador puntual que acude, buscando diversión en las fiestas, a los tendidos
de la plazas de toros.
El día rompe tras el
largo y agotador viaje. En la modesta casa de Canillejas, barrio obrero de
Madrid, suena el teléfono. Es Tomás Redondo, apoderado del torero, que le
comunica que esa tarde volverá a partir plaza en Colmenar Viejo. El contrato,
las cosas del destino, ha llegado por la vía de la sustitución. Curro Romero,
el Faraón, ha presentado dos partes médicos aduciendo una lesión cervical que
le imposibilitan para cumplir el contrato firmado. El Yiyo se ilusiona con la
corrida. Un triunfo a las puertas de Madrid puede suponer el aldabonazo
definitivo y coger de una vez por todas la senda para tener en sus manos el
cetro del torero.Es joven y vital. De hecho toma su flamante BMW blanco y
conduce hasta la sastrería de toreros de Fermín. Allí, Manuel, maestro de la
aguja taurina, le prueba un terno azul marino y oro. El mismo que vistió la
aciaga tarde de Pozoblanco, donde
Paquirri alcanzó la gloria y con el que dio muerte al toro asesino.
Su fiel mozo de espadas, el recordado Juan Bellido Chocolate, envió el vestido
a la sastrería para cambiar delanteros y puntos. Ha quedado como de estreno y
Yiyo decide vestirlo esa tarde en Colmenar. El botones de la casa lo lleva
hasta el vehículo donde viaja hasta su último destino.
El azul
marino y oro está dispuesto en la silla de una fría habitación de un hotel de
Miraflores de la Sierra. Llegada la hora. El fiel mozo de espadas viste al
matador. El torero se siente a gusto con él. Llega feliz al patio de
cuadrillas. Su juventud y vitalidad contrasta con el aplomo y seriedad de sus
compañeros. Uno, Antoñete, el viejo maestro que vive una segunda juventud.
Otro, José Luis Palomar, espada soriano, de seco valor y tauromaquia serena.
Los tres hacen el paseo. En chiqueros, seis toros de Marcos Nuñez para alcanzar la gloria
y el triunfo.
La corrida
transcurre con normalidad. Antoñete lució con su primero, con el que dio la
vuelta al ruedo. Su segundo no sirvió. Todo quedó en cariñosas palmas. Palomar
no pudo hacer nada en su primero, al
que el respetable protestó por falta de fuerzas. Cortó una
oreja en su segundo tras una faena de su sello. José Cubero el Yiyo no pudo
brillar en su primero, un animal brusco y poco colaborador. Aún quedaba un
último cartucho.
La corrida
tocaba a su fin. Sale Burlero, último de la suelta. Lleva el número 24 y es
negro girón. Llama al público la atención lo baja que lleva la divisa
cuatricolor, así como lo astifino de sus pitones. Es bravo en el caballo, donde
el picador Rafael Atienza brilla con la vara. Queda en manos de su matador,
quien inicia el trasteo con
intensos muletazos por bajo, alargando sus embestidas. La faena
es un dechado de perfección. El toreo es majestuoso, poderoso y brillante. Los
pases de pecho, monumentales. El torero se abandona a sí mismo para alcanzar la
perfección. Llega el momento final. Tan bella obra precisa de certera rúbrica.
El estoque tropieza en hueso. Se repite la escena. Esta vez la espada se pierde
en el hoyo de las agujas. Burlero, con la muerte enterrada en su morrillo,
embiste ciegamente y tropieza a su matador. Una vez en el suelo, su astifino
pitón izquierdo se pierde en el cuerpo del matador.
El toro lo
levanta. Yiyo logra desprenderse del pitón. Dos pasos, el corazón roto y unas
palabras a su peón de confianza: “Pali,
este toro me ha matado”. El color se quiebra y la mirada se
vidria. Todos corren a la enfermería. Es inútil. Yiyo, la más firme promesa de
su época, entra en la historia y en la posteridad a través de la muerte. De
todo ha sido testigo un terno. Azul marino y oro que hoy descansa en una
vitrina del Museo Taurino de Madrid.
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