4/11/2010

¡PARA CALIDAD, DOMECQ!


Con este slogan los toreros de los años treinta publicitaban los vinos del bodeguero jerezano Juan Pedro Domecq Núñez de Villavicencio. Todos estaban seducidos por el marketing del nuevo ganadero. Incluso Domingo Ortega se anunció en la prensa taurina de la época con otro singular reclamo publicitario: ¡Para celebrar una buena corrida, o para olvidar pronto una mala!. En plenos años treinta Juan Pedro Domecq se adelantó a las campañas publicitarias de hoy. Sus vinos precisaban salida comercial, y no tuvo otra ocurrencia que fundamentar su producto, adquiriendo la ganadería que perteneciera a los duques de Veragua. Vacada señera en el campo bravo y que compró a buen precio a los hermanos Martín Alonso de Alameda de la Sagra. A aquel Juan Pedro la ganadería le importaba un pimiento. Solo el legendario hierro decimonónico le daba lustre a su bodega. Sus hijos, aficionados al campo y al caballo, le aconsejan acabar con la lustrosa y variopinta torada ‘veragueña’. Pronto llegan a “Jandilla” reses puras de ‘parladé’ a través del Conde de la Corte y Mora Figueroa. Poco a poco, como si de una limpieza étnica se tratase, van desapareciendo las reses de la aristocrática sangre ducal. Sin saberlo, ni tener conocimiento de lo que se estaba creando, la familia Domecq crió un tipo de toro, que a la larga, y con el paso del tiempo iba a acabar con la diversidad y con parte del patrimonio genético del campo bravo español. Los Domecq crearon un toro bravo, sin lugar a dudas. Un toro, como en otras tantas cosas adelantados a su época, adaptado a los nuevos tiempos. Hubo un tiempo que ese toro funcionó, gustaba a los toreros y colmaba los gustos de los aficionados. Con el tiempo los demás ganaderos quisieron criar este mismo tipo de toro. Pronto de “Jandilla” fueron saliendo vacas y sementales. La obra de los Domecq comenzó a extenderse cual mancha de aceite por nuestros campos. Otras sangres acabaron diluidas, cuando no extinguidas, como un recuerdo lejano. Cada vez se iba buscando más un toro noble, que no fiero. Un toro dulce, que no encastado. Un toro colaborador con su matador, que no oponente. Es el toro que un nuevo Domecq ha calificado como ‘artista’. El toro, por si solo como irracional que es, no puede ser creador de nada. Por lo tanto, el toro tonto de hoy, jamás puede crear arte. La misión del toro es la lucha, el vender cara su vida. La lucha, el nuevo Domecq ha afirmado que el toro bravo es realmente aquel que lucha hasta el final. El toro de hoy, el que llego a la fiesta desde las praderas de “Jandilla”, es un toro cobarde. No vende cara su vida. Cuando se le puede y se le vence, se muere de píe, sin vender cara su vida. Con él la fiesta de toros languidece. La fiesta necesita revulsivos. Toros bravos y encastados, para toreros con raza y valor. El arte surge solo. No con irracionales artistas. Pero desgraciadamente este es el toro moderno. El toro impuesto por los taurinos, que son los anti taurinos más integristas que hay, y que se ha hecho dueño y señor de las dehesas de nuestro territorio. Ya son varios años igual. Las grandes ferias están acotadas a este toro bobo y sin sangre. Las corridas, las ferias, los toreros, los públicos, son iguales unos a otros. Las diferencias son mínimas. La fiesta carece de pluralidad en la sangre brava y se antoja que al ser el toro el pilar de la misma, todo está clonado. Solo nos queda Francia, ‘oh, la France’. Allí nos dan sopa con honda. Los antís están considerados terroristas, las plazas se llenan y la afición gala exige un plato variado. Se tienen en cuenta a toreros de todos los cortes y se requiere una variabilidad en la sangre brava. Allí es donde han encontrado refugio los ganaderos ‘quijotes’ que no escuchan los cantos de sirena del toro artista y bobo. El que prefieren los artistas racionales. Francia es el santo y seña de los encastes minoritarios, despreciados aquí por toreros y profesionales. Así nos luce el pelo. Preferimos la monotonía y el languidecer de la fiesta. Desgraciadamente aquí solo vale ¡para calidad, la de Domecq!

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