No sé si eran las cinco de la
tarde. Tampoco si un niño trajo una blanca sábana. También ignoro si había en
Teruel una espuerta con cal ya preparada. Lo que sí sé, es que la muerte estaba
allí presente. Cómo siempre. Al acecho. Con la guadaña preparada para segar una
vida joven. Una vida repleta de ilusión por alcanzar un lugar de privilegio, y
para ocupar un puesto relevante en el escalafón de matadores de toros.
Vestido de amaranto y oro, como
Joselito en Talavera, Víctor Barrio partió plaza en Teruel soñando con la
gloria y el triunfo. Consciente del ceremonial taurino, el matador conocía cual
podía ser el precio de su sueño. El torero, el oficiante del rito, es el único
que ofrenda su propia vida para tocar la gloria. Porque la tauromaquia es un
coqueteo cotidiano con la muerte, tan cotidiano, que en ocasiones no creemos
que la parca este al acecho.
El oficiante del rito pisaba el
ara. El ruedo, el albero, la arena ese altar donde se juega la propia vida. El
fin es enfrentarse al toro con el solo objeto de crear un arte efímero, con una
materia viva como es un animal imprevisible. Una danza ritual de lucha, sangre
y muerte, porque la descarnada siempre está presente, aunque parezca que no.
Siempre está escondida y cuando menos se espera se hace presente en los punzantes
pitones de un toro.
Bastó una inoportuna ráfaga de
aire. El engaño voló y en muslo quedó a la vista del bruto. El torero cayó en
la arena. El toro busco con saña su presa y hundió su pitón certeramente en el
costado. El torero cayo inerte en la arena. Su rostro desencajado y su cuerpo
desmadejado hacían prever que el drama, una vez más y sin ser esperado, se
había cumplido. El torero pago con su vida el precio de la gloria. Una gloria
que tal vez soñara muchas noches y que acariciaba cada vez que jugaba sus
brazos moviendo percales y franelas. El toro le quitó la vida, pero el destino
le ha premiado con una gloria eterna, no fugaz, ni efímera. Víctor Barrio
alcanzó el Teruel el Olimpo definitivo de los héroes que visten de seda y oro.
Los lobos, sedientos de sangre y
faltos de humanidad, salieron rápido de sus guaridas. Rabian como perros. Aquél
que se alegra de la muerte de un ser humano no tiene ética, ni tampoco valores.
Son seres miserables que no merecen ser llamados humanos. Anteponer la vida de
un animal a la de una persona delata una moral vacía y hueca. Que rabien, que
sigan rabiando, un torero es un héroe que oficia un rito milenario capaz de
poner en juego su vida, ellos nada mas que escoria con una vida obscura y
tenebrosa.
Víctor Barrio ya está en la
gloria. Muchos le precedieron y muchos también le seguirán. La muerte
continuará al acecho. La gloria eterna, también.
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