Mucho se
está hablando de la recuperación de la suerte de varas.
Urge un nuevo modelo de puya que no produzca el daño que la actual hace a los
toros. Divisas y banderillas mantienen el mismo sistema de sujeción que hace
dos siglos, las espadas mantienen un diseño similar.
Hay que
buscar una actualización a nuestros tiempos de estos trebejos de la lidia. Los
toreros han evolucionado cortes y patrones, mucho más favorables para el toreo
de hoy en sus capotes y muletas no siendo
para nada traumático. ¿Por qué tanta cerrazón con algo que sería tan coherente?
La presente
temporada, hasta la fecha, está sirviendo para la reivindicación de los nuevos
valores. Toreros como Pablo Aguado, David de Miranda, Emilio de Justo o Román, han venido
para decir que el escalafón actual tiene una renovación natural.
Ahora solo
hace falta que el sistema empresarial les deje llevar a cabo esa renovación, dejándole sitio en los carteles en
detrimento de otros espadas, que llevan muchos años –algunos de forma
incomprensible– acaparando puestos en las combinaciones de las ferias más
relevantes. Pero ya se sabe.
Los que
tienen la sartén por el mango no quieren soltarla, por lo que a pesar de
mostrar capacidad más que suficiente, algunos de los nombres apuntados no están
teniendo la presencia deseada por muchos aficionados en
cuanto a su colocación en esos carteles de relumbrón.
Este llamado
nuevo sistema de la tauromaquia, el de los grandes trust empresariales donde
una misma persona puede ser a la vez empresario, apoderado y ganadero, no
quiere perder su bicoca y la actual orgánica, al serle beneficiosa, no mueve un
solo dedo para esa evolución, aunque sea involutiva.
Todo está muy viciado desde dentro, tanto que hay modelos que también están
desapareciendo a pasos agigantados. Uno de ellos es el que podríamos llamar el
torero de culto.
Las nuevas
generaciones tal vez piensen que un torero de culto sería
José Tomas. El de Galapagar, aunque reconociendo su trayectoria y formas
toreras, no deja de ser más que algo puntual, que es sostenido por un complejo
entramado de marketing.
Es lo que se
está vendiendo hoy día como una figura, una mega estrella que, a fin de
cuentas, en sus menguadas actuaciones lo único que hace es poner en marcha una
estudiada maquinaria mediática con la que
rentabiliza al mil por mil sus apariciones en los ruedos.
El torero de
culto fue siempre ese hombre, en la mayoría de las ocasiones con muchos años de
alternativa, que con sus formas, su estilo personal y su particular
idiosincrasia da lustre en el cartel donde es anunciado. Ejemplos claros fueron
espadas de la categoría de Antonio Bienvenida, en su última época,
Antoñete, Curro Romero o Rafael de Paula.
Toreros que
podrían estar mejor o peor, pero que siempre eran esperados allá donde actuaban
y que arrastraban tras ellos un numeroso público peregrino. Espadas que
brillaban por sí solos, sin molestar, dejando pinceladas mágicas cuando las
musas y el toro le eran propicios.
Pocos
nombres se me vienen a la cabeza para ocupar este lugar que también languidece.
Juan Mora, nuestro Fino, Diego Urdiales o Antonio Ferrera, tal vez ellos podrían ocuparlo.
Toreros puntuales que, con trazos sueltos, pueden conformar un bello cuadro y
que también tienen sitio en esta fiesta que precisa una renovación para su
beneficio propio.
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