Ponencia presentada el 21 de octubre de 2017 en el XIII Symposium del Toro de Lidia. Zafra (Badajoz).
El toro forma parte del
acervo patrimonial de nuestra cultura. Un animal rodeado de enigmas, misterios
y secretos, que siempre han sido admirado por el hombre. Tanto es así, que lo
mitificó dotándolo de divinidad en algunas civilizaciones del pasado. El toro
es por excelencia el animal totémico de la cultura mediterránea. A día de hoy
aún reina, sin haber perdido un ápice aquella divinidad admirada, en las
dehesas de España y Portugal.
Divinidad ésta que llevó al
hombre a ver en el toro algo inaccesible, algo difícil de domeñar y hacerlo
suyo, tal y como había logrado con otras especies. El toro era fiero y vendía
cara no ya solo su vida, sino también su independencia. La veneración, por parte
del hombre, a aquella fiereza se acrecienta día a día, hasta llegar a nuestros
tiempos, donde el toro continúa despertando admiración, respeto y en ocasiones
miedo y pavor.
La mitología clásica está
plagada de casos en los que el toro es protagonista. Zeus, dios padre del
Olimpo, se convierte en un toro blanco, de belleza y nobleza sin igual, para conquistar
a su amada Europa. La joven siente una enorme atracción por el blanco animal.
Venciendo el miedo se acerca a el, lo acaricia y monta sobre su blanco lomo. El
toro salta al mar llevándose consigo a la muchacha hasta alcanzar las costas de
la isla de Creta. Una vez allí Zeus toma su verdadera apariencia y posee a la
joven Europa. De la unión nacieron tres hijos Sarpidón, Radamantes y Minos,
éste último primer rey de Creta.
Ya que hablo de Creta hay
que recordar su nexo con el toro y la muerte. El rey Minos hizo promesa a Poseidón,
dios del mar, de sacrificar lo primero que saliera de las aguas. Poseidón hizo
salir un toro. Un toro tan bello y hermoso que hizo que Minos no cumpliera su
promesa. Hechizado por su hermosura lo incorporó a sus rebaños de reses como
semental. Aquel toro era un animal enigmático, tanto así que Pasifae, esposa
del rey, siente hacia el animal una poderosa atracción. Utilizando miles de
argucias, la reina quedó encinta del toro naciendo un monstruo: mitad hombre,
mitad toro. Fiero y sangriento. Era el Minotauro que fue encerrado en un
elaborado laberinto creado por la mente del arquitecto mitológico Dédalo. Tal
era su fiereza que cada año siete hombres y siete mujeres eran encerrados en el
laberinto como sacrificio a la fiera. El Minotauro fue muerto por Teseo, quien
ayudado por Ariadne, hija del rey Minos, se sirvió de un ovillo de hilo para
salir del elaborado laberinto tras dar muerte al monstruo.
La mitología clásica sigue
contando relatos con el toro como protagonista. En los doce trabajos de
Hércules, dos de ellos tienen al bravo como figura esencial. En el séptimo se
le encarga la captura del toro de Creta que Poseidón había arrojado de las
aguas y que Minos, cautivado por su hermosura, en lugar de sacrificarlo lo
incorporó como semental a sus rebaños.
También en el décimo de sus
trabajos Hércules tiene como objetivo el toro. En esta ocasión no uno solo,
sino el rebaño de toros del gigante Gerión, el cual pastaba en Eriteia, para
muchos la actual Cádiz. Hércules se hace con la totalidad del rebaño y lo
pastorea hasta Micenas, poniendo fin, tras pasar múltiples vicisitudes que aquí
no vienen al caso, al décimo de sus trabajos.
Por la mitología no pasa el
tiempo. Es algo que no pierde vigencia. Siempre está ahí. Por ello su
inmortalidad. Los mitos son siempre admirados. Ya sean los de la mitología
clásica o los más recientes. Aquellos que se convirtieron en mitos partiendo de
la humanidad. Mortales a los que su obra en vida terrenal, así como su propia
muerte, le es propicio transitar hacía ese imaginario Olimpo en el que se han
engrandecido hasta el punto de ser algo perenne y sin caducidad para el mundo
terrenal cotidiano.
Manuel Laureano Rodríguez
Sánchez nació como hombre ahora hace cien años. Un siglo ha pasado desde que
aquel niño vio la primera luz en un viejo caserón de la calle Torrescabrera de
la capital cordobesa. Hijo de un torero de segunda fila, Manuel Rodríguez, y de
la viuda, con quien éste había contraído segundas nupcias, de un malogrado
espada de dinastía, Rafael Molina Martínez, aquel niño no podía ser otra cosa
que torero. La atracción del hombre hacía el bruto, y a su vez noble, animal es
algo primigenio. En aquel niño ese magnetismo se acentúa.
Cuentan, los que le
conocieron, que tuvo una niñez normal. Sin lujos, pero tampoco con excesos,
aquel niño fue creciendo en un hogar de marcado carácter matriarcal. Su madre
había enviudado en dos ocasiones y la sombra de la figura paterna se fue difuminando
poco o poco, quedando prácticamente nublada por la de la madre, que busca lo
mejor para su prole.
Manuel Rodríguez recibe la
educación propia de un niño de su época. Su formación académica corre a cargo
de los padres Salesianos, donde se muestra un niño tímido, absorto en sí mismo,
pero aplicado y correcto en su etapa de formación. En su cabeza el sueño de
lidiar reses bravas no solo se acrecienta, sino que crece. Tal vez en su casa,
rodeado de mujeres y con el poderoso influjo de su madre, los recuerdos de los
padres-toreros son leves y también, con toda seguridad, son evocados más como
padres que como lidiadores.
El niño comienza a tener sus
primeros escarceos con el animal. Acude a fiestas y tentaderos donde tiene la
ocasión se sentir como con un simple trapo se puede dominar la fiereza de las
reses. El oficio, me resisto a llamarlo técnica, es pobre, de ahí que los
achuchones, volteretas y caídas sean frecuentes. Manuel no ceja en su
propósito. A la menor ocasión, con la reprobación materna inicial, no cede a su
empeño.
Siendo un adolescente acude
a la finca Córdoba la Vieja, llamada así por estar junto a la ciudad califal de
Medina Azahara. En sus pastos radica la ganadería de Florentino Sotomayor. Se
celebra una tienta de vacas. El tentador es el viejo maestro de Madrid Marcial
Lalanda. Tras haber calificado una vaca, es la hora de los aspirantes. A Manuel
le toca su turno. Tal vez hierático acude al encuentro con la utrera. Ambos
miden sus fuerzas y un error, el hombre siempre es el que se equivoca, hace que
la vaca le tropiece. Manuel se da cuenta que de su pantorrilla brotan unos hilos de sangre. La primera ofrenda que
hace al toreo, a la vez que este le muestra la cara del dolor. Es Marcial quien
lo traslada desde Córdoba la Vieja hasta la ciudad para ser atendido en la Casa
de Socorro. Seguro que la reprimenda de la madre fue grande. Manuel había
probado en primera persona que el ganado puede hacer daño. Aún así el propósito
es serio y constante: seria torero a pesar de todo.
Llama la curiosidad que esta
ganadería de Sotomayor fue formada con vacas y toros de Miura. Posteriormente
se hizo un cruce con animales de Parladé, pero de seguro aquella vaca que hirió
a ese niño que soñaba ser torero, en mayor o menor proporción, tenía sangre de
una de las ganaderías más relevantes del campo bravo español, Miura.
Fue a mediados del siglo
XIX, 1842, cuando un comerciante sevillano llamado Juan Miura adquiere para su
hijo una piara de vacas a Antonio Gil y que tenían su origen en la de Gallardo,
que procedía directamente de las más prestigiosas vacadas monacales. Años más
tarde llega otro hato de reses a la casa, en esta ocasión de origen Cabrera y
que compartía el mismo origen frailero de las que ya poseían. Luego vino la
selección, los cruces, no faltos de misterio y leyenda, y que fueron
conformando una ganadería mítica y rodeada, por unas u otras causas, de un halo
de tragedia y dolor.
También aquella misteriosa
selección, rayando en la alquimia, para conseguir la bravura, dio el fruto
apetecido. Fueron muchos los animales que destacaron en su lidia en las plazas.
Animales de leyenda que escribieron páginas memorables en los anales de la cría
del toro de lidia. La tragedia nubla demasiado la grandeza y el misterio de la
bravura. Toros como el llamado Catalán, negro bragado, lidiado el día 5 de
octubre de 1902 y que tomo nueve varas por cinco caballos muertos, trajo de
cabeza a Ricardo Torres "Bombita" quien se vio desbordado por tan
ingente bravura. También el fiero Gorrete, jugado el día 31 de agosto de 1887
en la Malagueta y que destacó por una fiereza arcaica y primitiva, ocasionando
multitud de problemas a gente tan curtida y avezada como el piquero Badila, el
eficaz subalterno Juan Molina, o espadas relevantes como Lagartijo o Espartero.
Miura era, aún lo es,
sinónimo de miedo. Sus propietarios buscando la bravura consiguieron un animal
fiero. En sus predios siempre está presente el misterio. Ya hable de los cruces
puntuales que vinieron a acrecentar lo buscado. Se habla de Murciélago, el toro
navarro indultado por Lagartijo en Córdoba y del que se dicen tienen origen
todos los colorados ojo de perdiz que se hierran con la A con asas. También
aquel castaño ojinegro regalo del Duque de Veragua, puro de casta vazqueña, que
padreó las viejas vacas fraileras ya estuvieran herradas arriba o abajo. O el
discutido Banderillo de la marquesa de Tamarón, quien cuenta la leyenda fue
aconsejado su cruza por el mismo Joselito el Gallo.
Manuel continuaba con sus
deseos de ser torero. Miura con su búsqueda de la bravura indómita. España se
rompe en dos. La peor de las guerras es aquella en la que contienden hermanos
de la misma sangre. Son tres años de sin razón, calamidades, sangre y dolor.
Tres años crudos que dejan un pueblo roto, empobrecido y donde el odio y el
rencor son bandera de unos y de otros. Tres años lúgubres que la memoria está
tardando demasiado en olvidar, cuando ya se creía solo un recuerdo pasado. La
contienda termina. España tiene que reconstruirse y olvidar lo ocurrido.
Manuel es un hombre. Trae un
aire nuevo en sus formas toreras. Su quietud rompe con el toreo hasta entonces
desconocido. Es algo innato en él. No busca imitar, ni continuar con las
aportaciones de los que le precedieron. Manuel busca un toreo distinto, moderno,
actual. Es el que cimenta, da forma y construye lo que hoy conocemos como el
toreo moderno. Su etapa novilleril, entre la guerra y con afición y crítica
mirando aún a tiempos pasados, pasa desapercibida. Aún así se convierte en
matador de toros. Julio de 1939, a los veintidós años, Manuel recibe la
alternativa de manos de Chicuelo, un genio precursor incontinuo de lo que
vendría, en la Real Maestranza de Sevilla. Es el nacimiento de un nuevo héroe mitológico.
Nace Manolete.
Manolete se adentra, en una
España quebrantada, en un laberinto moderno. Manolete trae una nueva
tauromaquia. Un toreo basado en el dominio sobre el toro. Aquella tauromaquia,
personal y propia, no es más que el desarrollo del
toreo. Manolete perfecciona el toreo de
sus predecesores. No es un torero de entre épocas. El Califa cordobés es un
torero que culmina, y de qué forma, lo apuntado por otros. Sin verlo, - Gallito
muere cuando Manolete tiene apenas dos años-, absorbe el dominio, conocimiento,
profundidad de Joselito y vergüenza profesional; mientras que de su rival,
Belmonte, toma la quietud y la ligazón. A todo esto, que toma y hereda sin
saber cómo, une una personalidad única y arrolladora, así como una espada llena
de pureza y ortodoxia que le lleva a ser uno de los mejores estoqueadores del
toreo, cosa que poco se le reconoce, tal vez porque su aportación a la
tauromaquia nubla su contundencia y clasicismo en la suerte suprema.
Manolete fue
dominador y conocedor del toro, el hacer faenas de semejante estructura a cada
uno de los que se enfrentó nos lo corrobora. Su concepto de la profesionalidad
fue absoluto pues trataba por igual a todos los públicos y plazas. Su valor y
disciplina espartana están también latentes en su tauromaquia. Valor seco, sin
alharacas, para ligar muletazos largos a pesar de esperar con la muleta
retrasada en faenas compactas y ligadas.
Luego vino la
perfección absoluta. Los cimientos del toreo de hoy. El toreo donde el último
tercio adquiere una relevancia sobre los otros dos. Es la culminación de un todo
y el principio de unas nuevas formas que apuntaron hacía la perfección de ese
todo. Ahí es donde Manolete vive. Sobre los alberos y arenas del planeta toro
cada vez que el hombre, en pleno siglo XXI, continúa tocando la gloria ante los
pitones de los toros.
Paralelo a todo esto un
nuevo Miura, Eduardo Miura Fernández, se hace cargo de la ganadería familiar.
Sus toros se lidian en todas las ferias y son estoqueados por toreros de
cualquier rango del escalafón. Eduardo Miura es un nuevo alquimista de la raza
brava, que es el llamado a mantener y acrecentar el trabajo de sus antepasados.
Ganadería mítica que se
encuentra con el nuevo ídolo por vez primera, cuando aún el joven Miura no
rigen la ganadería, el 12 de junio de 1939 en una novillada celebrada en Algeciras
y en las que cortó dos orejas y rabo a uno de sus oponentes. Como matador la primera ocasión tuvo lugar en
Zaragoza el día 13 de octubre de 1939. Desde ahí hasta la postrera tarde de
Linares, fueron siete las ocasiones que ambos nombres se cruzaron en los
carteles. Dieciocho reses, Islero incluido, fueron lidiados y muertos a estoque
por el ídolo de aquella España de la postguerra.
Manolete tenía su destino
marcado. Su obra terrena, configuración del toreo moderno, no podía quedar como
algo humano. Como Hércules con sus trabajos, Manolete con el suyo tenía que
pasar de héroe o ídolo a mito inmortal. Linares fue el punto y final de Manuel
Rodríguez. Sin embargo fue el nacimiento del último mito vestido de luces.
Manolete, en tarde de sol de estío, en fiestas patronales y alejado de las
grandes plazas, tenía que cumplir su destino. Una tarde en la que cuentan se
vivieron sensaciones extrañas y ambigüas. Los públicos, caprichosos ellos,
comenzaban a odiar al ídolo. La envidia, pecado capital y nacional, podía ser
una de las causas. El pueblo no podía permitir en aquellos años de penuria y
cartillas de racionamiento, que su ídolo viviese en la abundancia, ganase
dinero y fuese feliz. Manolete, dicen, tenía pensado dejar de torear. Como
escupido por la mar, salió Islero de toriles. Arrogante y sin nada de claridad,
aunque sin perder el grado de fiereza. Cuatro años atrás lo había parido una
vaca en un rebaño similar al de Gerión en Eriteia. Manolete hizo lo que siempre
hizo. Fiel a su personalidad cuajó al bruto y cuando se perfiló a matar todos
respiraron. Todos menos el destino. Islero atrapó a Manolete. Los dos cayeron
sobre la arena. El hombre roto perdía la vida por la herida abierta por el
pitón. Las horas fueron consumando el drama. En la madrugada, cuando quedaba
poco para alborear un nuevo día, Manolete entró en el Olimpo. Cien años atrás
nació el hombre y setenta el mito. Manolete sigue hoy vivo más que nunca.
BIBLIOGRAFIA
FALCÓN
MARTÍNEZ, C.–FERNÁNDEZ GALIANO, E.–LÓPEZ MELERO R. 1980. Diccionario de
la mitología clásica.
SANCHEZ
DRAGO, F. 1987. Volapié. Toros y Tauromagía.
MIRA,
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DE LA CAMARA, D. 2003. Avatares históricos del toro de lidia.
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J.M. 1992. Miura. Siglo y medio de casta (1842-1992)
DELGADO
DE LA CAMARA, D. 2014. Entre Marte y Venus (Breve historia crítica del toreo).
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